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La Joya Del Milenio: la Patata


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Caius Apicius Cristino Álvarez
en memoria de nuestro colaborador y amigo



Madrid, 25 dic (EFE).- Es tiempo de resúmenes, de recopilaciones; más o menos como cada año por estas fechas, con el añadido de que este 31 de diciembre no sólo termina un año, sino una década, un siglo, un milenio... y no es fácil destacar una cosa que haya podido ser la más importante nada menos que de mil años para acá.

Ni siquiera en gastronomía, claro está. Pero nos vamos a atrever a elegir un alimento, un producto, como uno de los más importantes de los llegados a la cocina occidental -las otras siguen pillándonos lejos- durante el segundo milenio de la Era cristiana. Y ese alimento, para nosotros, es... la patata.

Como sin duda saben ustedes, la patata, la papa, como le llama algo así como un noventa por ciento de los hispanohablantes, es originaria de América, seguramente del Perú, y fue traída a Europa, al parecer, por Pedro de Cieza, compañero de Francisco Pizarro, en la primera mitad del siglo XVI.

La verdad es que hoy nos resultaría muy difícil, por no decir que imposible, imaginar nuestra dieta cotidiana sin la patata. Gracias a ella, Europa pudo alejar el espectro del hambre, tan real en el Viejo Continente durante la Edad Media. La patata evitó hambrunas en países como Irlanda -donde dos malas cosechas, en el XIX, fueron una catástrofe social-, Polonia, Prusia, Rusia... Y, sin embargo, los europeos se mostraron muy reacios a consumir patatas; de hecho, esta solanácea americana no se empezó a aceptar hasta finales del XVIII.

Las pegas que los europeos le ponían a la patata eran muy diversas: que no sale en la Biblia, que como nace bajo tierra es cosa del diablo... Tuvo que ser, en Prusia, Federico el Grande, poco menos que manu militari, quien impuso su consumo; en Francia, la labor de Antoine-Auguste Parmentier, y en una tierra de tanta buena patata como Galicia, una enfermedad que diezmó los castaños allá por el XVIII e hizo que se plantasen patatas como sustitutivo.

Hoy, ya ven, no sabemos vivir -ni comer- sin ellas. Lo mismo las hacemos soufflées para acompañar una hermosa pieza de caza que las trituramos para convertirlas en un finísimo puré que tan buenas migas hace con un gran roast-beef; las freímos para escoltar un bistec o acompañar unos huevos fritos; las usamos en uno de nuestros platos nacionales -la tortilla de patatas-; las asamos en la chimenea para ennoblecerlas, por ejemplo, con caviar; las guisamos con chorizo, con costilla, con bacalao; las cocemos para hacer compañía a un buen pescado... No; no sabemos vivir sin ellas.

Se las ha calumniado, en nombre de la dietética; se las ha considerado comida vulgar; pero... ahí están, erigidas en auténticas triunfadoras de la gastronomía y la cocina de, al menos, el último cuarto de milenio.

Un milenio que, claro, también ha tenido cosas malas, como las ya citadas hambrunas que azotaron intermitentemente a Europa en tiempos afortunadamente lejanos... o las obsesiones de todo tipo que, en nuestros días, nos amargan la comida, sea por razones dietéticas, estéticas y hasta supuestamente ecológicas.

Poco antes de dejarnos, el querido y admirado Néstor Luján me comentaba que la peor obsesión de los tiempos que nos tocaba vivir era... la obsesión por la salud, que nos impedía disfrutar de las cosas buenas de la vida. Tenía, como siempre, razón el tan añorado maestro. Todo lo que estaba rico... o engordaba, o daba colesterol, o era cancerígeno. Como si no supiésemos que, en realidad, lo que es peligroso para la salud es... vivir.

La obsesión por la esbeltez ha traído a nuestra sociedad desarrollada auténticos dramas, como la proliferación de la anorexia. Claro que ha servido para que muchos ciudadanos, desde los hermanos Kellog hasta cualquier cantamañanas actual inventor de una dieta milagrosa, se hayan hecho multimillonarios.

Y, en cuanto a las razones presuntamente ecológicas, estos días hemos leído una recomendación para que nos abstengamos de consumir caviar... porque puede extinguirse alguna especie de esturión. Y uno se pregunta: si no tomamos caviar, ¿para qué queremos esturiones?

De manera que la noche de San Silvestre nos haremos un cremoso puré de patatas, usando esa maravilla que es la papa negra oro de Tenerife; lo pondremos en unas bonitas copas, y cubriremos su superficie con una generosa dosis de caviar iraní, variedad imperial. En otras copas verteremos una sabia cantidad -ni poco ni mucho, que se calienta- de buen champaña, que es otro de los grandes inventos del milenio... y, así confortados, y brindando por todos los gastrónomos de buena voluntad, estaremos dispuestos a afrontar, si no todo un milenio, sí al menos un prometedor año 2001. EFE

cah/ero



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