23:00 horas. St. Andresw (Escocia). Un suponer. En el “Seven’s Pub” suena la campana de bronce de un ballenero del siglo XIX, que recuerda la mala costumbre inglesa de que se cierra el establecimiento y es el momento de pedir las últimas pintas de cerveza antes de marchar para casa.
Un grupo de alumnos universitarios europeos de Erasmus acaba de pasar cuatro horas “hidratándose” en ese local, limpiándose la espuma de la nariz y sufriendo la también mala costumbre inglesa de no poner tapa con la consumición.
Se ven fuera ya en la calle, entre un bullicio de gente de otros locales y todos con la misma necesidad.
Al final de la calle oscura, como faro que guiaba al ballenero del pub, ven una caravana con una luz y una columna humeante que sale de una freidora. Señalan, cual marinero que gritaba indicando: “¡Ballenas!”, y exclaman “¡Un fast food!”.
Se dejan guiar por ese olor tan fuerte y, a veces, desagradable, del tradicional puesto ambulante de fish and chips, igual que el que describían los escritores románticos ingleses del XIX en sus libros de viajes sobre España y hablaban del olor a rancio y a fritanga. Casi, casi, tan malo como el olor de los balleneros cuando preparaban aceite fundiendo la grasa de la ballena.
Desde entonces, los españoles hemos aprendido y mejorado años luz en la calidad de los fritos con nuestro aceite de oliva virgen extra. Sin embargo, la cultura inglesa, tan pragmática y refinada, no ha sabido evolucionar ni impregnarse de la sabiduría de la cocina mediterránea. Confunden continente con contenido y utilizan materias primas de dudosa calidad.
Pablo, un andaluz estudiante de Química del grupo, que no soporta ese olor y recuerda la última mala digestión, invita a sus amigos con la siguiente frase: “Vamos a mi piso a tomar un fast good de fish and chips”. Nadie como él conoce, desde un punto de vista técnico, como experto en Química, lo que se oculta detrás de un mal uso del aceite.
En la cocina de Pablo, abre la nevera y encuentran ya preparado 1 kilo de patatas peladas en agua, cortadas en bastón, algo gruesas.
En una sartén ancha y profunda echan 1 litro de aceite de oliva virgen extra “Aires de Jaén” y, a fuego medio (80 grados), introducen las patatas secadas previamente sobre papel para no ayudar a la hidrólisis y sin dejar que suba la temperatura de esos 80 grados.
Así se cuecen las patatas lentamente, en el aceite de esos 80 grados. Recordamos: freír es cocer.
Todos miran a Pablo como si estuviera loco y él se ríe. Mientras, coge unos filetes de pescadilla, abadejo y lenguadina que ya tenía limpios y preparados de la pescadería. Y exclama un amigo: “¡Pero, no es bacalao!”.
Pablo, gran conocedor de los recursos de la mar, sobrino de un gaditano y de una gallega, le explica que hay muchas especies sabrosas que sirven para esta receta, de manera que se podría dar un respiro a los caladeros de bacalao. (En la imagen, maruca y peixe pau, ideales también para esta receta).
Mientras tanto, las patatas ya están cocidas, confitadas en ese aceite a temperatura media.
Las retira, las escurre y las pone a enfriar en la nevera.
Abre una cerveza rubia, la vierte en un bol y le añade harina de gran fuerza hasta conseguir una pasta con una textura que recuerda la del yogur líquido.
Sumerge en ella los filetes de pescado (a Pablo le gusta la merluza negra).
Mientras echan las últimas risas, las patatas ya se han enfriado a una temperatura aproximada de 8 grados dentro de la nevera o en el congelador.
Pone de nuevo la sartén a fuego fuerte y echa un trozo de una patata confitada fría, esperando a que a que alcance el aceite una temperatura de 185 grados y que la patata tarde unos 6 segundos en salir a flote.
Es en ese momento cuando vuelve a echar las patatas poco a poco, para que la temperatura no baje de golpe, ocupando un máximo de tres cuartas partes de la superficie de la sartén.
Ese contraste de temperatura hará que queden crujientes por fuera y blandas por dentro.
En el fuego de al lado pone una sartén gemela en la vierte litro y medio de aceite de una aceitera metálica o de cerámica (nunca de cristal) en la que se puede leer claramente “Aceite de pescado” y que Pablo ya ha utilizado otras cuatro veces con anterioridad.
Ha medido sus componentes polares y sabe que son inferiores a doce porque, precisamente, su tesis doctoral trata sobre el aceite y sabe empíricamente que cuidando el aceite rinde más y no le va a perturbar los sabores.
La altura del aceite en la sartén es de cuatro veces el grosor de los filetes de pescado.
Repite en esa sartén la operación de la patata, luego espera 12 segundos a que flote, y el aceite estará a 170 grados. Entonces, se introducen de uno en uno los filetes de pescado que tenía en el mejunje de cerveza.
Cuando están dorados, los retira y los deja escurrir sobre un papel absorbente y, cosa curiosa, deja muy poco aceite sobre el papel.
A la vez, repite la operación con las patatas en la misma sartén que antes había utilizado para cocerlas y, fuera, Pablo les añade la sal al gusto. Como ya se sabe, los productos hay que salarlos siempre después de fritos, porque la sal actúa como desestabilizador del aceite.
Ha pasado media hora desde que salieron del pub. La cena está preparada. ¡Viva el fast good!
En una fuente vierten las patatas fritas crujientes y las cubren con los filetes de pescado.
En unos cuencos pequeños colocan el kétchup y una salsa de mayonesa andaluza, ajo y perejil, como la bandera de la tierra de Pablo, blanca y verde.
Pablo es doblemente feliz, por disfrutar de la compañía de sus amigos y por saber que mañana no se despertarán con problemas de estómago. Ni él, ni nadie.
Es importante actuar como lo ha hecho Pablo, sobre todo, si los que van a disfrutar de la fritura son niños o personas mayores.
Debemos acostumbrarnos a exigir en los restaurantes aceite de oliva virgen extra en la cocina, aunque cobren un poco más.
Pedro Manuel Collado CruzLa cocina para mi es producto bien tratado sin enmascarar sus sabores, cocina de verdad de antaño con un toque diferente 1 receta publicada |