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Homenaje a Juan Mari Arzak



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Porque vamos los cocineros por esos caminos intentando hacernos entender a través de nuestros platos (intentando explicarnos el mundo entre salsas y aromas), es por lo que nos damos de pronto cuenta de que quizás no hemos dicho con la voz lo que hemos derrochado en nuestra cocina con las manos y, así, me encuentro con el mejor regalo que Juan Mari podía hacerme: la excusa de explicarle, esta vez con palabras, arrinconados por un momento los pucheros, lo que siento por él.
Y no pienso esconderme diciendo que ésto no es una declaración de amor, porque si lo es: mi imaginación diecisieteañera acerca de lo que significa ser cocinero, se limitaba a suponer que era el lugar donde se preparaban comidas. No estaba mal, se podía trabajar con las manos y hacer que la gente disfrutara. Pero eso era todo...hasta que llegue a casa de Juan Mari. Ni siquiera tengo que cerrar los ojos para volver al día en que entré en su casa: Félix formando una unidad indisoluble con la parrilla, Paqui que estaba a su derecha con el pelo revuelto y rodeada de pasteles, me invita a entrar en la cocina.



El primer encuentro fue con la eterna sonrisa de la amacho de Juan Mari, sentadas las dos -su sonrisa y ella- junto a la mesa, dejándole a ella, a su sonrisa, la tarea de encontrar algún pajarillo despistado que le achara una mano mientras desgranaba, en un gesto tan evocador de hogares, los guisantes tiernos que se negaban a disminuir de volúmen por muchas horas que uno le echara. Serafi tampoco le iba a la zaga en su batalla contra los txangurros y las obleas de Antolina rinconeaban para dejar espacio a Iñaki (el del Cleri), mientras Fernando mimaba con esmero sus lubinas. Pero, ¿y el jefe?. No tuve que preguntar en voz alta: salió de su oficina -amueblada por los libros y apuntes que señoreaban a su aire- triunfal, receta recién escrita en ristre, dispuesto a dirigir, según su orden y concierto, la creación de un nuevo plato.
Me dio la sensación de que alguien tenía que explicarme algo, porque todo lo que me estaba llegando no coincidía con lo que yo creía que me esperaba en una cocina. No hobo necesidad para tal explicación, el tiempo pasado junto a Juan Mari (corto pero hinchado de frutos como las tomateras en verano) me enseñó todo lo que yo necesitaba aprender. Por pedante que pueda parecer esta afirmación, cada día que pasa estoy más convencido de que es así. Porque aprendí que lo de menos son las recetas y los tiempos y lo de más, que la cocina es un ser vivo compuesto por personas a las que amar sin melindres y sin dejarles pasar una (nada más que aquellas que el corazón te dice que es mejor asumirlas como sólo intuídas, haciendo como que no-lo-he-visto-pero-lo-sé), que los proveedores agradecen una taza de caldo caliente más que cualquier palabra bienintencionada, que cada materia prima tiene su propio protocolo y a algunas hay que tratarlas de su señoría, a otras, de tu a tu, otras se rinden ante cualquier galantería, y a otras hay que declararles sin contemplaciones, la guerra total (respetuosas siempre si somos un enemigo leal). Tan sensibles todas que confundirlas con nuestra grosería puede significar que nos vuelvan la espalda y nos condenen al fracaso el plato del que pretendíamos convertirlas en protagonistas.
Y espero que el tiempo transcurrido haya sido suficiente como para que Juan Mari haya olvidado que un día le llene la mise-en-place de confeti recién salido de un cohete con petardo que no tuve más ocurrencia que hacer explotar poco antes del servicio de la noche y sea otra la imagen que guarde de mí, porque con él he aprendido, en fin, que el restaurante es un pequeño universo con su orden y su caos incorporado, que no somos nada si no sabemos escuchar al cliente y si quien te enseña qué es el mundo y los que en él vivimos suele ser el aita, me he permitido todos estos años sentir (aunque nunca me había atrevido a decirlo) que Juan Mari es mi aita de la cocina, intentando no perder el Norte que tan generosamente me regaló (no sólo a mí, claro, sino a cualquiera que haya tenido el honor de honor de trabajar con él y la paciencia de aprender más allá de las fórmulas) y que todo el cariño que siento por él sea un granito de arena entre todas las cosas que le pueden hacer pensar que su labor diaria no se crea ni se destruye, sino solo se transforma (sobre todo en cariño que he intentado con estas lineas devolvera quien me lo ha brindado siempre).


SUS RECETAS




Carabineros con relieve de pistachos, almendras, pipas verdes y pan cocido





Granizado con txangurro con calabaza





Ocho verduras con merluza a la marinera y guindillas dulces de Ibarra





Sopa de chufas con pan de fruta y helado de arroz con leche y pomelo





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