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Cocinero en Serie (Capítulo Iv, 1ª Entrega)


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Jordi Gimeno

El jefe de cocina de un hotel de la costa se convierte en la tercera víctima del jubilado asesino. Pere ha seguido en el hotel saboreando su éxito, y Pol, el policía destinado al caso, no ha encontrado ni una triste pista. En un viaje al pasado, descubrimos que Pere trabajó en un hotel de lujo cuando era joven



No llevaba ni veinte minutos en el tren cuando por megafonía anunciaron su parada. La vista que lo había acompañado durante todo el trayecto era de lo más deprimente, sólo polígonos y fábricas que se habían comido campos y bosques, algún río cubierto de autopistas y grandes bloques de ciudades dormitorio donde lo más humano que se veía eran los centenares de coches aparcados en sucias llanuras.

Por fin el tren se detuvo, eran las ocho de la mañana y con él bajaron un montón de gente que vivía en la capital pero que se ganaba vida en esos polígonos que poblaban la comarca, una zona castigada por el progreso y a la que, dentro de poco, le asfaltarían los cuatro bosques que le quedaban.

Pere empezó a seguir a un grupo de hombres ya maduros, así no correrían demasiado. Seguro que trabajaban juntos y que debían llevar más de treinta años haciendo el mismo recorrido. Cuatro hombres mayores, de barrigas grandes y duras, calvos o con los cabellos blancos, padres de familia que se sacrificaban por los suyos cada mañana del mundo.

Mientras salían de la estación, Pere se aseguró de que ninguno de ellos llevase la fiambrera, pues lo único que quería saber de ellos era dónde comían. Ellos serían las manos inocentes que le señalarían al cocinero ganador del próximo sorteo.

La distancia entre la parada y la nave industrial era considerable, además, ahora cruzaban un camino de barro en medio de una pineda. Esos obreros debían empezar a las ocho y media, ya que, al pisar el asfalto, entraron en un bar solitario, puede que para hacer un último carajillo rápido antes de empezar la jornada, la sombra de Pere los esperó fuera.

Al cabo de unos minutos salieron pero lucían una cara más roja, siguieron su camino habitual, haciendo bromas, gritando a veces y casi siempre hablando del trabajo. Pere los seguía con desparpajo, a apenas cinco metros de ellos, se habían percatado de su presencia pero no les preocupaba en absoluto, ellos no serían sus víctimas y nunca podrían atar cabos.

Un inmenso cartel anunciaba la llegada al polígono, suelo industrial que llevaba el nombre del río que entre todos mataban cada día. Naves gigantes y muchos camiones empezaron a llenar las cuadriculadas calles de esa ciudad sin casas. El grupo se detuvo ante un edificio azul marino del ramo del metal y desapareció tras una valla. Pere se entretuvo unos minutos hablando del tiempo con el guardia de seguridad, y en tres frases ya sabía todo el horario del taller. Tenía pues cinco horas para pasear, volvió sobre sus pasos y se perdió por el pueblo. A la una y cuarto ya volvía a estar enfrente de la valla, esperando a cuatro desconocidos para comer juntos.

Con el sonido de un timbre, una treintena de pitufos alocados salió del taller. Le costó distinguirlos entre la muchedumbre con tanto azul, además ahora eran ocho y se acababan de meter en un par de coches, saliendo a todo gas, como si se estuviesen muriendo de hambre. Un Pere desolado los vio desaparecer por la tercera calle a la izquierda, a pesar de que creía que ya no los volvería a ver, puso rumbo hacia la calle F.

Una vez ahí distinguió un anuncio de bebida de cola con un nombre de bar debajo; seguro que estaban dentro. Era hora punta y nadie le hizo caso; había una larguísima barra llena de hombres de azul o verde, unos pocos de gris, tomando café, licores o comiendo bocadillos con un apetito feroz. El comedor estaba lleno a rebosar y unas doscientas personas devoraban el menú del día. A Pere le tocó una mesa de la esquina, algo lejos de la cocina pero estaba contento, estaba a punto de probar el trabajo de su nuevo chef predilecto. No le sentó bien compartir mesa, él que quería tomar notas sobre cualquier detalle que le llamase la atención. Era martes y, si todo salía bien, deseaba tenerlo todo liquidado el próximo viernes. Nuevos retos le quemaban por dentro, quería ir más rápido, ser más espontáneo y no tener que esperar tanto para la recompensa, ya no se preocuparía de crear crímenes perfectos ni de cargar el muerto a otro, su obra maestra debía ser conocida y narrada por los medios de comunicación. De qué servía tanto esfuerzo si no lo compartía con nadie?. Pidió spaghetti y un bistec a la plancha.

Afortunadamente su socio había escuchado a Paco y acordaron suprimir dos platos del menú diario. Se estaban acercando a los trescientos cubiertos y él y las dos mujeres que le ayudaban estaban a punto de explotar. De nada valía empezar a trabajar a la seis de la mañana, el éxito había superado las expectativas más optimistas. Hacía apenas tres años que Paco y Blas vieron esa nave por alquilar. Los dos amigos se liaron la manta a la cabeza, los créditos a la espalda y se lanzaron a la aventura financiera. El cocinero en los fogones y el camarero a la barra, ambos eran del oficio y a sus treinta y pocos reunían experiencia y energía para probar suerte, de momento sólo veían la cara alegre de la fortuna.

Al principio, como reclamo, ajustaron mucho el precio, tanto que algún mes sufrieron de lo lindo para cubrir gastos, pero últimamente los números habían cambiado y no dejaban la menor duda, el ?Blaco? cada día iba a más. El cliente no era tonto y se daba cuenta de que allí había un cocinero llamado paco obsesionado por la calidad de los productos, herencia de los años como ayudante de cocina en uno de los mejores restaurantes de la comarca. Un cocinero que a menudo se preguntaba qué hacía en el ?Blaco? diseñando menús a mil pesetas. Mientras cortaba el buey para el estofado se planteó si no estaba capacitado para cotas más altas. Descongelando la merluza para rebozar se respondió que sí y, mientras mezclaba la mousse de chocolate, en polvo evidentemente, se volvió a repetir lo de siempre.

Ahora tenía tiempo para la familia y dentro de tres meses serían uno más; sí que echaba de menos el gozar cocinando y el estar orgulloso de lo que mandaba a las mesas, pero ni una sola vez extrañó esas sesiones maratonianas de diez de la mañana hasta la madrugada en restaurantes pequeños y selectos.

En el ?Blaco?, doce horas no se las quitaba nadie pero tenía los fines de semana libres, un placer del que no disfrutaba desde los tiempos de estudiante, eso le permitía pasear con la Puri mientras todos los restaurantes del planeta iban a toda máquina. El tener negocio propio le daba una sensación de libertad desconocida hasta el momento y, si el negocio aumentaba, más adelante buscaría un pequeño local con diez o doce mesas para poder hacer su cocina, el fruto de una experiencia adquirida durante quince años. Sería un sitio con la mejor calidad y un producto fresquísimo, con un estilo personal pero sin esnobismos ni extravagancias, que de ésos, últimamente surgían como champiñones. Pero ahora sería padre y eso era lo realmente lo que importaba, ver crecer a su hijo y, sobretodo, darse cuenta?

Continuará...



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