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Chuletitas de Cordero, un Pequeño Gran Placer


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Caius Apicius Cristino Álvarez
en memoria de nuestro colaborador y amigo



Madrid, 8 ene (EFE).- Hace algunos días, una conocida nuestra acudió a un restaurante y encargó, como segundo plato, unas chuletitas de cordero. Cuando se las trajeron, tras estudiarlas detenidamente, llamó al camarero y le pidió: dígale al cocinero que se ha olvidado de poner la carne en estas chuletas.

Son cosas que pasan, aunque no tendrían que pasar y aunque el cliente afectado no haga gala del sentido del humor de nuestra amiga. Pero hay que reconocer que unas chuletitas de cordero, si el animalito y el cocinero son como deben ser, son una cosa muy rica y, además, bastante socorrida.

En España tenemos muy buena materia prima... para lo que la tenemos. Quiero decir que entre nosotros se crían razas de oveja excelentes: churra, manchega, murciana, aragonesa... que nos proporcionan unos corderitos excelentes para algunas cosas, pero no para todas. De nuestros corderitos lechales hacemos espléndidos asados en hornos más o menos rústicos, disfrutamos de sus interioridades y saboreamos esas mínimas chuletitas. Para todo esto pedimos corderos, ya decimos, lechales, en los que aún no se hayan formado sabores de adulto.

Pero esos lechales no sirven para la cocina del cordero que practican nuestros vecinos del Norte, que para sus grandes platos con este protagonista utilizan corderos mayores; algunos magníficos, como sabrá bien todo el que haya probado unas chuletas -aquí ya no cabe el diminutivo- de cordero de Pauillac, de pré-salé, cordero que pasta cerca del mar y que enriquece sus carnes con unos apuntes salinos, marinos, deliciosos. En España hay una raza excelente para estos menesteres, la raza merina; pero se ve, desgraciadamente, muy poco en las carnicerías.

Corderitos, pues, de los que hacían poner el grito en el cielo, como las terneras de leche, a Josep Pla, que acusaba a sus compatriotas de practicar sistemáticamente el infanticidio a la hora de comer.

Nosotros, poco dados a poner el grito en ningún sitio, hemos de reconocer que somos devotos de las chuletitas de cordero. Por supuesto, reconocemos la incuestionable superioridad de las chuletitas asadas sobre brasas de sarmiento, a poder ser al aire libre, como las que en una lejana pero memorable ocasión nos ofreció, en un paisaje de cuento de hadas, nuestro amigo burgalés Gregorio García, que tan buenos vinos -los Valduero- hace junto a Aranda del Duero. Pero, claro, uno no siempre tiene a mano un paisaje encantado, con toda la paleta de los colores de otoño en las hojas de los álamos; ni siempre tiene a mano sarmientos. De modo que se contenta con las chuletitas hechas en la sartén, en casa, pero siempre de acuerdo con una serie de requisitos.

En casa las preferimos de las mínimas; nuestras favoritas son las de palo que lleven pegada carne para un bocado, como mucho bocado y medio. En plan sibarita, las preferimos con el palo bien pelado de grasas y otros estorbos, limpio; nos gusta que estén bien hechas, dejando el punto sangrante y hasta el rosado para otras carnes. De acompañamiento, le valen, cómo no, unas buenas patatas fritas, pero también una fresca ensalada de una lechuga decente y una cebolla un tanto agresiva, o unos pimientitos del piquillo con su aire de ajo...

Cuentan del último rey de los franceses, Luis Felipe, que era partidario de las chuletas que se llamaron imperiales. El truco consistía en atar juntas tres chuletas -¿de Pauillac?- y hacerlas muy bien por fuera; el monarca prescindía de las exteriores, que estaban casi quemadas, y se comía la del centro, tierna y jugosa. Entonces no teníamos las facilidades técnicas de ahora, y esa exquisitez, me temo, es hoy poco rentable económicamente.

Pero me gusta mucho una versión casera de este invento, en la que las chuletas de protección se sustituyen con pan rallado. Lo primero, limpiamos escrupulosamente los palos y suprimimos toda grasa superflua. Salpimentamos las chuletitas y las pasamos por huevo y pan rallado, enriquecido con unos pistachos y unas almendras igualmente reducidas a polvo. Así las cosas, las freímos en una sartén con abundante aceite de oliva, hasta que la costra externa esté bien dorada... y a la mesa, con la guarnición que a cada cual le haga más ilusión.

Estas chuletitas están riquísimas: la capa de pan y frutos secos rallados protege la carne de la excesiva acción del fuego, y forma una costra crujiente, deliciosa, en tanto que la escasa carne de cada una de ellas queda jugosa, tierna, sublime... Por supuesto, hay que comerlas tocando la flauta, o sea, a mano, que es como mejor están estas cosas. Un vino -un crianza- de la Ribera del Duero al lado... y el efecto es casi completo: sólo falta el paisaje, pero para eso... está la imaginación. EFE

cah/ero



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