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La Saga/Fuga de las Lampreas



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Por Caius Apicius Madrid, 1 feb (EFE).- No puede haber sido una simple casualidad que el mismo día en que nos dejaba el gran escritor ferrolano Gonzalo Torrente Ballester nos llamase desde La Coruña nuestro buen amigo y excelente cocinero José Arance para decirnos que había recibido las primeras lampreas del año.



Las lampreas, esos tozudos peces ciclóstomos, recuerdos vivos de eras en las que los dinosaurios aún estaban en proyecto, volvían a los ríos gallegos a rendir su homenaje a quien hizo de ellas poco menos que el hilo conductor de La saga/fuga de J.B.; en efecto, las lampreas son quizá la única gloria cierta de la imaginaria ciudad de Castroforte del Baralla.
Antaño abundantes en muchos ríos europeos, hoy parecen haberse refugiado únicamente en los gallegos. Sabida es la afición que los patricios romanos tenían a este extraño pez, al tiempo vampiro y carroñero, cuyo nombre latino -lampetra- viene a significar, como el griego -petromyzon- lamepiedras, a las que, en efecto, puede fijarse con su boca en ventosa.
Otro buen amigo me cuenta que, en su infancia, se cocinaban todavía lampreas en su tierra leonesa, en Santa Marina del Rey.
Lampreas del Orbigo, tan afamado por sus truchas y tan alejado del mar. Con ellas se hacían una especie de sopas de pan, secas, en las que también intervenían cebollas, ajos, pimentón y alguna otra cosa que no recuerda; hoy se hacen por allí aún unas sopas de trucha, también más secas que mojadas y, por lo general, bastante picantes, Los vecinos de Castroforte de Baralla, cuenta Torrente Ballester, organizaban de vez en cuando suculentas merendolas a base de lamprea, unas veces guisada y otras en empanada; la empanada de lamprea es, sin duda, la reina de las empanadas gallegas. Por desgracia, cada vez quedan menos cocineras que sepan prepararla como tanto le gustaba a don Alvaro Cunqueiro.
Esos mismos vecinos lamentaban que la ausencia de suicidios -o de asesinatos nunca aclarados que acababan con el cuerpo del delito en el fondo del río- hiciera que se resintiese el sabor de las lampreas. Esa, la de su antropofagia, es la leyenda negra con la que tienen que cargar las lampreas, tal vez porque autores de los primeros tiempos del cristianismo las confundieron con otro pez serpentiforme que sí que tiene una boca mordedora, la morena, también apreciadísima por los señores romanos.
Más que de lampreas que comen hombres tendríamos que hablar de hombres y mujeres que comen lampreas. Cada vez menos, por desgracia; nuestros ríos se deterioran año a año, y cada vez suben menos lampreas a culminar su cita amorosa.
Si tienen la suerte de hacerse con un par de ejemplares hermosos -no olviden que de cada lamprea se pueden sacar, como mucho, tres raciones- y quieren, además, recordar a Torrente Ballester, prepárenlos al estilo tradicional de Galicia.
Laven las lampreas en agua hirviendo y ráspenles concienzudamente la piel. Aclárenlas en agua fría y séquenlas con un paño. Háganles un corte longitudinal bajo la boca y extráiganles la hiel. Pónganlas en una fuente y córtenlas en trozos de unos 5 centímetros, sin separarlos del todo, para poder quitarles la tripa que las recorre de arriba abajo. Recojan toda su sangre. Separen los trozos y desechen la cabeza. Todas estas operaciones son fundamentales.
En una cazuela con aceite, sofrían dos cebollas, tres dientes de ajo y un poco de jamón, todo muy bien picado. Cuando la cebolla empiece a dorarse, añadan dos tomates, ya triturados, y una hoja de laurel. Dejen que cueza unos minutos, bañen con un cuarto de litro de buen vino tinto, reduzcan un poco y añadan la lamprea, su sangre y una cucharada de mostaza. Machaquen en un mortero un poco de pan frito y añádanlo al guiso para espesar la salsa. Hagan cocer todo junto una media hora. Lo tradicional es servirla con flanes de arroz blanco y costrones de pan frito.
Para beber, descorchen el mejor tinto que tengan a mano: en estas cosas no hay que ser localistas, y la lamprea se merece un vino grandísimo, uno de esos tintos míticos, inolvidables. Podrán brindar por el arzobispo Bermúdez, por el almirante Ballantyne, por el vate Barrantes, por los Barallobre, los Bendaña, por José Bastida... los J.B., en general.
Pero, si a la degustación le va a seguir una tarde calmada y propicia a la lectura, yo les recomendaría que, para culminar un buen homenaje a Torrente Ballester, se leyesen la que, para mí, es la mejor de sus obras: su magnífico Don Juan, una auténtica lamprea para el espíritu.- EFE cah/fg
 



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