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El Aceite de Oliva



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Francisco J. Aute

Las aceitunas llegan a la almazara

Ya es el tiempo de recoger la aceituna en estas sierras, tan antiguas como la memoria más extensa, donde la vida aún se ordena naturalmente en torno al ciclo agrícola, y la relación y dependencia con la tierra y sus productos vertebran nuestra cultura en unos términos claramente definidos y, hasta hace poco, inmutables. Desde la más remota antigüedad el olivar y su cultivo son uno de los pilares de estas tierras, y parte esencial de su identidad.

Pese a esta invariabilidad a través del tiempo de nuestra forma de vida, ha habido una sutil evolución y cambio que se ha dado más en las materias que en los hábitos. Así, en algún momento se impuso el arado romano con reja y vertedera, sustituyendo a otros más primitivos tal y como en su momento las hoces de pedernal fueron relevadas por las de bronce. Igual que algunas especies americanas como el tomate o la patata, ahora son básicas en nuestros cultivos. De esta manera, pese a la acusada continuidad de los fundamentos campesinos de nuestra comarca, el sujeto de la agricultura puede ser hoy muy diferente del de hace quinientos, mil, o dos mil años. En la agricultura algunas pocas especies son las que nos unen directamente con los orígenes de esta actividad, el trigo, el olivo y la vid entre las más significadas, mientras que otras como el mijo, antaño de tan amplia difusión, han perdido su valor estratégico.

Cargando la prensa

Como contrapunto a esta evolución, el cultivo del olivar y la producción y consumo del aceite, han llegado incólumes desde casi la prehistoria hasta nuestros días. El olivo y el aceite son algo tan inherentes a nosotros, que han dado lugar a todo un estilo de adaptación al medio y a una manera propia de interpretar la vida. Como en el resto de las culturas circunmediterráneas, el aceite está tan entroncado en los fundamentos de nuestra civilización que le es absolutamente indisociable.

También el aceite, como emanación vital de la tierra a través del árbol, adquiere una naturaleza oculta y simbólica, cuyo carácter transubstancial le hace vehículo necesario, una vez consagrado, para coronar a la realeza, ungir al clero y fortificar moribundos. No es casualidad que Atenea diosa de la sabiduría, que ejerció con regular constancia el papel tutelar de héroes, profetas y gobernantes, tuviese al olivo como árbol totémico. También con el aceite se ungía a los reyes y con él ordena a los sacerdotes de muchas religiones.

El cultivo del olivar ha de ser preciso y cuidadoso, ya que el olivo es un árbol sensible que fácilmente degenera o vuelve a su estado salvaje ante la falta de cuidados. Pero un olivo bien tratado, puede vivir hasta dos mil años, por lo que aún hay en explotación algunos restos de olivares plantados por los romanos. Su floración suele ser hacia mayo, pero en ocasiones lo hace antes, lo que no favorece necesariamente su fructificación, como dice el refrán: ?la trama de abril no arde en candil?. El lento proceso de maduración de la aceituna pasa por soportar las arideces del verano para redimirse y engordar con las lluvias otoñales. Si éstas faltan, la cosecha se resentirá.

Hacia finales de noviembre o mediados de diciembre, la aceituna está madura, ?por santa Catalina (30-XI), todo su aceite tiene la oliva?. Es el momento de la recolección, empresa que aún es, como antes la siega, una tarea colectiva y social. En cualquiera de nuestros pueblos olivareros con las primeras luces del día podemos encontrar las bulliciosas cuadrillas de aceituneros que bien andando, bien en remolques, se dirigen a los olivares. A los cortijos muy extensos o alejados llegan las cuadrillas forasteras que suelen instalarse en el mismo cortijo, lo que crea una fértil convivencia entre gentes dispares, unidas por las vicisitudes de la una vida doméstica organizada en precario.

Quién de nuestros pueblos no recuerda aquellos tiempos, no tan lejanos, donde entre las brumas de las mañanas invernales veíamos, disipándose en la niebla que desdibujaba calles y esquinas, escurrirse los oscuros bultos de las aceituneras que apresuraban su camino huyendo de la escarcha hasta su punto de reunión. También, bajo el óvalo grisáceo que alguna farola maltrecha a duras penas abría en la niebla, podíamos encontrar a un grupo de vareadores dándose lumbre, o a una pareja de capataces que, en espera de su gente, paladeaban aún el regusto dulciamargo del primer aguardiente del día, el que les había calentado el cuerpo preparándolo para la dura jornada.

En el olivar, el vareador, figura que ha permanecido intacta desde hace milenios, va despojando al árbol de sus frutos con golpes precisos y bien calculados (hay que tener los lomos de hierro para ser vareador sin sentir un fuego que abrasa los riñones...). Mientras tanto, de rodillas en el suelo, mujeres y jóvenes van recogiendo la aceituna con dedos hinchados por el frío y agrietados por la acidez de la fruta. A medio día, ateridos, con la cara cortada del viento y el frío metido en todos los huesos, llega la pausa para almorzar. Junto a la hoguera de ramón, afluyen los últimos productos de la matanza del año anterior y más adelante harán su aparición las primicias de la actual, porque para afrontar el resto de la jornada son necesarios alimentos energéticos. Por suerte pasaron ya los tiempos de infinita pobreza en que se comían aceitunas verdes y pan.

Antiguamente en cada cortijo solían prensarse las aceitunas propias, el procedimiento era sencillo: la aceituna almacenada en los atrojes, era lavada y molturada por un molino de piedras cónicas movido por caballerías. La pasta resultante era calentada en recipientes bañados por agua caliente y dispuesta en capas de no mucho grosor, separadas por esterillos cilíndricos de esparto para ser encajados en la prensa. Esta solía ser una larga y fuerte viga de madera de cuyo extremo se iban colgaban enormes piedras que daban fuerza a la palanca. Como resultado de la presión fluye el aceite que es canalizado hacia una serie de depósitos donde ha de reposar y decantarse. Los posos y residuos precipitados forman el alpechín, producto altamente contaminante cuyo vertido siempre ha sido problemático. El residuo sólido que queda después del prensado, es el orujo que tiene diversas utilidades, por ejemplo como combustible.

La aceituna es descargada en los trojes

La aparición de molinos eléctricos y prensas hidráulicas ha simplificado el proceso, permitiendo asimismo obtener mayores rendimientos. Esta incipiente maquinización dio lugar a que se fuesen constituyendo cooperativas, donde entre todos los socios se disponía de la inversión necesaria para levantar las instalaciones. Cada socio lleva allí sus aceitunas y recibe el aceite correspondiente, salvo un pequeño tanto por ciento que es vendido para sufragar los gastos de funcionamiento. Estas cooperativas no tenían ánimo de lucro ya que los beneficios los realizaba cada socio al vender su aceite de manera particular o reservarlo para su uso.

Hoy día nadie vende aceite de manera privada, y las modernas almazaras, cooperativas o no, comercializan la totalidad del producto. Estas complejas fábricas están automatizadas hasta tal punto, que la mano del hombre sólo interviene para oprimir el botón que pone en marcha el proceso. Con la ayuda de potentes prensas se consigue extraer hasta la última gota del aceite contenido en la fruta rebañando finalmente con disolventes lo que pudo quedar en el orujo, aunque hoy día se impone por todas partes el uso de enérgicas centrifugadoras.

Cuando llegamos a cualquiera de estos pueblos serranos, a cualquiera de ellos, lo primero que percibimos en estos días es el inconfundible olor de la aceituna recién molida y del aceite que está brotando. Es como una seña de identidad, algo que acompaña a la comarca desde milenios. Por desgracia quedan pocas almazaras beneméritas donde toda la técnica se reduce al accionamiento eléctrico del molino y la prensa hidráulica. Estamos perdiendo, en el fragor del progreso, aquellas viejas molinas entrañables, donde nada más entrar, la fragancia del aceite recién prensado por medios naturales, sin disolventes ni trucos, el aceite que ha merecido llamarse virgen, nos inundaba como un relámpago oliváceo que restallaba desde la pituitaria hasta el cerebro y el estómago haciéndonos jurar, siempre en vano, que en la próxima visita, no dejaríamos de llevar un buen trozo de pan para regarlo de aquel aceite de aroma antiguo que nos retrotrae hasta la memoria heredada de mil generaciones atrás.

Por cierto que repasando la procedencia que botánicos y biólogos atribuyen a las especies vegetales alimenticias tradicionales, no podemos por menos que sorprendernos de que, a todas ellas se les asigne un origen extraeuropeo. Aparte de las especies americanas claramente documentadas, casi todas las demás parecen tener su origen mayormente en Persia, China y el subcontinente hindú. Es tal la profusión de alimentos supuestamente originarios del extremo y medio oriente, que uno no puede por menos que preguntarse ¿qué comían nuestros antepasados antes de que estas cornucopias orientales derramasen sus semillas sobre Europa? Estrabón cuenta acerca de los cántabros y astures que ?se alimentan con bellotas dos partes del año, dejándolas secar y triturándolas, luego las muelen y hacen pan con ellas, para conservarlas largo tiempo.?. Y, a juzgar por los botánicos, no debía haber más alimento que bellotas, aunque dentro de esta pretendida panspermia foránea, a nuestro humilde olivo no se le han encontrado genealogías exóticas y por ello ha merecido ser clasificado bajo la denominación de ?olea europea?, de modo que además de bellotas si bebía haber aceitunas.

Aparte de sus virtudes nutricias y salutíferas, recientemente rehabilitadas, el aceite de oliva ha pasado siempre por ser cicatrizante, antiinflamatorio, antitósigo, alivio de males sin cuento, y también soporte de toda clase de remedios. Así no es extraño que la, tan cacareada ahora como denostada antes, dieta mediterránea, sea la que nos proporciona la más alta esperanza de vida del planeta, si tenemos en cuenta que uno de sus grandes pilares es el aceite de oliva, así que gocemos de él.



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