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Cocinero en Serie (Capítulo V, 2ª Entrega)


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Jordi Gimeno



Llorenç odiaba esa mentalidad americana que todos los líderes del hotel inculcaban a los empleados rasos. Una mentalidad que premiaba la iniciativa propia como vía para triunfar y por eso Julia, su nueva secretaria, estaba en medio de su despacho hablándole de un representante de productos japoneses de calidad. La atractiva chica quería mejorar y Llorenç, con tal de contemplarla un poco más, dejó que le diese hora de visita a ese desconocido charlatán. Lo hacía por la belleza de Julia y para demostrarle que valoraba su opinión porque, en honor a la verdad, no disponía de mucho tiempo libre y menos con las vacaciones a la vuelta de la esquina. Una época que, por alguna extraña tradición que no llegaba a comprender, se llenaba de inútiles reuniones interdepartamentales, donde el que más hablaba parecía el más trabajador. En los dos próximos días tenía siete mítines al más alto nivel, pero con tal de complacer a esa belleza rubia, pequeña y compacta, soportaría a ese pesado, lo haría por esos pechos perfectos que desafiaban la ley de la gravedad y porque podría ser su padre y eso le excitaba aún más.

Desde el divorcio, Llorenç pasaba por una segunda juventud, gozando de una promiscuidad que lamentaba no haber tenido antes. Todo lo que no había hecho de joven, demasiado atareado levantando hijos y tratando de mantener la fonda familiar, ahora se lo estaba cobrando. Todo empezó cuando, diez años atrás, su vida dio un giro, o mejor dicho, unos cuantos. Decidió cerrar el restaurante, sus cien años de historia y sus millones de horas invertidas para apenas sobrevivir; casi al mismo tiempo su mujer lo dejó al descubrir una de sus pocas infidelidades.

Seis meses después de ese terremoto vital, le surgió un empleo en una cadena de hoteles, era una compañía discreta pero con ganas de crecer y allí empezó una carrera de la que podía estar satisfecho y donde no paraba de conocer mujeres. Poco importaba si eran jóvenes o maduras, solteras o casadas, Llorenç siempre lo intentaba, a veces rozaba el descaro pero eso le convenía, así la que aceptaba ya sabía a qué atenerse.

Se miró en el espejo y vio con alegría que la poción anticaída empezaba a hacer efecto, se peinó los cabellos grises, repasó la barba, también gris, y, arreglándose la corbata, salió del despacho como un rayo en plena forma porque quería deslumbrar a Julia. La chica apenas le prestó atención y él siguió su camino hacía la reunión con unos psicólogos que les hablarían de motivación de personal. Llorenç se dormía en esas reuniones y lo único que conseguían esos psicólogos era que echara de menos los fogones de su restaurante, por fortuna la nómina lo devolvía a la realidad, ninguno de sus antepasados había vivido tan bien como él ahora, y eso que se lo hubiesen merecido. Si todo iba bien, se jubilaría ahí, a sus cincuenta y cinco años ya no podía ir jugando. Aunque por dentro se riera de las tonterías yankees de los dueños, hacia fuera mostraba un perfil de ejecutivo siempre eficiente y fiel, seguidor acérrimo de la filosofía de la empresa que sólo se preocupaba del bienestar de todos los clientes.

Llorenç aprendió muy deprisa el papel de líder que la compañía quería, un papel que muchos de sus compañeros, mejor cualificados, no acababan de entender, por eso había subido como la espuma, ahora era un chef ejecutivo que apenas pisaba la cocina y que se dedicaba más al tema de compras. Si hubiese tenido idiomas, seguro que ahora estaría volando por el mundo como inspector de calidad de la cadena, esos sí que podían conocer mujeres? El psicólogo seguía hablando pero él hacía rato que soñaba.

Pere no se esperaba una cita tan inmediata, se imaginaba insistiendo durante un largo mes antes de tener una audiencia, por eso le hizo repetir dos veces a la amable voz femenina que había hecho las gestiones, el día, lunes, la hora, a las once; cuatro días para llevar a cabo el plan de más nivel hasta el momento, un largo fin de semana para cambiar de nombre, de cara y después no dejar ningún rastro.

Utilizó a un joven de su barrio al que no había visto nunca, y probablemente no volvería a ver, para que le comprara unos cuantos productos del Japón, un viejo con gustos tan exóticos sin duda se hubiese grabado en la mente del dependiente. Por cinco mil pesetas y un poco de calderilla del cambio robada, el joven rebelde desató un cabo que, según como fueran las cosas, le hubiese podido traer problemas. Con un par de bolsas llenas de productos que no osaría probar nunca se fue a casa.

Dedicó la tarde a ir de peluquerías y ópticas en alejados barrios. Compró tinte, una peluca, lentes de contacto que le convertirían sus ojos al color verde, una crema que transformaría su piel en una piel momentáneamente más morena; después, en una zapatería especializada, adquirió unos elegantes zapatos negros que le harían cinco centímetros más alto. Ya de noche llamó a la puerta de Marina y la invitó a cenar al restaurante de la esquina, una brasería bastante correcta. Pere devoró una inmensa costilla de ternera, la respuesta nacional al transversal churrasco argentino. Marina no pudo con todo el cordero pero demostró mucho interés por el tinto de la casa, lo estaban pasando bien, la compañía era agradable y la atmósfera era la adecuada, pero Pere no se dejaría llevar, Marina y el corazón deberían esperar a que todo acabase. Si la había invitado a cenar era para decirle que se iba cuatro o cinco días a la montaña, que le convenía algo de aire puro. La mujer lo miraba muriéndose por acompañarle pero él, frío como el acero, pidió la cuenta y no dijo nada más.

Contiuará...



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