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Depresión Culinaria


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Rosario Díaz Araujo



Ayer a la tarde me enteré de que una empresa automotriz nipona sacará, en breve, al mercado coches capaces de cambiar de color, según nuestro estado de ánimo o la moda del momento. Pensaba cómo es posible que un coche pueda hacer eso y un plato de comida no. No me parece justo. Sin embargo, después de darle algunas vueltas en la cabeza, se me ocurrió que así como hay comidas que nos alegran, nos elevan y nos emocionan, existen también las que nos deprimen.

Y si uno lo piensa es bastante lógico. ¿Por qué ese ?modus operandi? de la felicidad o la tristeza iba a estar reservado únicamente para las películas, los libros o las compañías?

Comer comidas deprimentes, platos tristes, blanduchos, sosos, aburridísimos... Preparaciones que con el atroz paso de los minutos han ido mutando en colores extraños y poco apetecibles. Las salsas de un buffet que han ido plastificando sus bordes. Las galletitas húmedas del paquete que abrimos ayer y dejamos a la intemperie.



La pizza blandengue, el arroz pegoteado, el pan remojado en leche. La pasta demasiado hecha, a punto de convertirse en papilla. Permítanmelo: Puajjj!

Todos son magníficos ejemplos de la depresión culinaria. Comidas que más bien deberíamos maridar con prozac o con una cola caliente y sin gas. Preparaciones de dudosa procedencia y pésimo gusto culinario que más incitan a un pozo depresivo que a una mueca de cordialidad. Cocina triste y platos patéticos como un puré de patatas sin sal ni pimienta, condimentado con grumos. Como una bechamel sin nuez moscada y una rotunda capa con apariencia plástica por encima.

Aunque haciendo justicia a la verdad, esta lista no puede completarse sin mencionar los platos ?pretenciosos pero vacíos?. Obras de cocineros estrellas que no llenan ni cunden. A veces, aún más peligrosos. Los que prometen la gloria y nos regalan el llanto, y la certeza de que nos quedaremos con hambre.

O las malas compañías, las que se la pasan discutiendo o sacando temas desagradables sobre fluidos. A las parejas que sólo hablan de pañales... A ésas alguien debería prohibirles la entrada a los cumpleaños, o por lo menos hasta que los niños vayan a la universidad.

Cualquiera de estos entrantes me desata una señal clara. Como dice una amiga mía: Señal de que no quiero saber cómo sigue el menú.

Haga catarsis, y si le apetece envíeme su lista. Prometo acompañar en la desdicha.

rdiazaraujo@gmail.com



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