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Biografía de la Cebolla



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Eva Martín Escobar

¿Quién puede concebir su cocina sin las cebollas? Apostaría sin pestañear a que la inmensa mayoría de los lectores no consigue imaginar cómo se las apañaría para cocinarsin ella la infinidad de platos que la contienen. Esto se debe, quizá, a que su sabor ha estado unido a la historia culinaria de los pueblos y civilizaciones desde tiempos inmemoriales.

Los orígenes de este bien apreciado alimento se encuentran, según los estudios, en el Asia Central,  o en algún lugar entre Irán y Pakistán. Ésta fue sustento de los humanos incluso durante su época nómada, y fue asimismo uno de los primeros alimentos en cultivarse cuando nuestra especie paso a la vida sedentaria. Se piensa que su cultivo se dio de forma simultánea en diferentes lugares, hace ya más de 5000 años. 

Sabemos que la cebolla creció en los jardines chinos hace 5000 años, y que los vedas de la India se refieren a ella en sus escritos. Los sumerios la consumía también hacia el 2500 a.C. Sin embargo, es en Egipto donde este tubérculo adquiere gran protagonismo por primera vez en su historia.

Los egipcios la consumían 3500 años antes de Cristo, y le otorgaron un sentido mágico, al considerar que su estructura en capas simbolizaba la vida eterna. Sus cebollas eran verdes y alargadas, y aparecen ampliamente representadas en las mesas de ofrendas y en los textos jeroglíficos desde el Reino Antiguo en adelante. Sirvieron también de alimento para los esclavos que construían las pirámides, cuya dieta consistía habitualmente en ajos, rábanos y cebollas. De hecho, en la actualidad es muy común ver a los campesinos egipcios comiendo pan con cebolla cruda. 

Un uso excepcional que adquirió la cebolla en el Antiguo Egipto era el de la momificación: se han encontrado cebollas en el tórax de algunas momias reales, como la de Ramsés II, y en el 1160a.C.,se usaron para imitar los ojos de la momia de Ramsés IV.

Pero la cebolla no sólo se consumía (cruda o cocinada) como sustento, sino también como medicamento. En el primer tratado médico indio escrito por Ayurveda Charaka en el 700 a.C. se habla sobre las cualidades medicinales de ésta, indicando sus propiedades digestivas, cardíacas, oculares y su buen uso para problemas de articulaciones.

En Grecia, Dioscórides (siglo I a.C.) habla sobre las excelencias médicas de la cebolla, y sus palabras fueron admitidas por las siguientes generaciones de médicos y agrónomos de la época, como Plinio, Columela, Paladio, Diosceno o Soción.

Pero no sería hasta la llegada de los romanos que el tubérculo terminaría de llegar a todos los rincones del continente. Ellos se encargaron de extender su uso y plantación a  todos aquellos sitios a los que su expansión alcanzó, incluidas las islas británicas. Los romanos heredaron también los conceptos medicinales sobre la cebolla de los griegos, añadiéndole propiedades, como la de curar herpes, dolores de muelas, mordeduras de perros, lumbago...

Más tarde, durante la Edad Media, las cebollas paliaron, junto con las coles y las habas, muchas de las hambrunas que asolaban al pueblo. Durante una época, se trataba prácticamente del único alimento de las clases pobres, es decir, de casi toda la población de Europa. Además, durante estos oscuros años se le añadieron aún más propiedades a la lista de sus capacidades medicinales, como curar las mordeduras de bichos venenosos, o como antídoto contra la caída del pelo. Ante la escasez de moneda, se utilizaba también a menudo como pago entre las clases más bajas.

El siguiente gran y último viaje de la cebolla vino de la mano de los colonos españoles en el continente americano. Allí, las cebollas comenzaron a plantarse en el año 1648, en cuanto el primer trozo de tierra americano pudo reunir las condiciones necesarias para plantarlas. Eso sí, los indígenas tenían su propia clase de cebolla salvaje que crecía libremente en el norte de América, y la empleaban con jarabes, cataplasmas, como tinte o incluso como juguete para los más pequeños.

Como vemos, la cebolla nos ha acompañado en nuestra historia desde siempre. A muchos no les gusta, normalmente más por su textura o apariencia que por su sabor; otros, pasan las de Caín rebanándola para el guiso entre lágrimas. Pero lo cierto es que a la mayoría nos encanta por su toque personal e inconfundible en nuestros platos, y no podríamos concebir nuestra despensa, o nuestros sofritos, sin este ingrediente básico e imprescindible en nuestra historia.



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