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Cocinero en Serie (Capítulo V, 4ª Entrega)


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Jordi Gimeno



Habló con el vigilante con seguridad y aplomo, pero no pudo evitar echar un vistazo a la pistola que llevaba y pensó que sería más difícil salir de allí que matar a Llorenç. Un tipo que aún no sabía ni qué cara tenía. Se metió en un maltratado ascensor con el carnicero y tres malogradas medias terneras como única compañía.

Pere estaba nervioso, tanto, que no podía adivinar si ese sincopado ruido provenía del ultrarápido elevador o era su corazón luchando por escapar. El carnicero y las vacas bajaron en el piso 15, en un segundo el ascensor volvió a subir, y Pere empezó a notar que le faltaba aire. Afortunadamente, en esa caja no había ningún espejo, de haberlo habido, Pere se hubiera tirado atrás y no hubiese seguido esas flechas de diseño que, pegadas al suelo, lo guiaban a través de un solitario pasillo blanco y limpio como el de un hospital. Al final, encontró los despachos, una sala oval con un montón de puertas anunciando departamentos. Se oían voces, pero allí no había una alma.

Dando una vuelta sobre sí mismo, sus ojos toparon con los carteles de ?Arte e interiorismo?, ?Contabilidad?, ?Marketing?, ?Control de calidad?, se empezaba a marear, pero el cartel de ?Food & Beverage? lo centró y le devolvió la sangre fría que ese día se le había atragantado. Dio un par de toques, secos y seguros a la puerta, pero nadie respondió, la abrió con decisión pero encontró otro pasillo, eso sí, más corto y flanqueado por dos puertas y, en cada una, un nombre con un cargo en inglés, gente demasiado importante para estar escrita en un idioma que Pere pudiera entender.

Llorenç estaba en la última puerta, ahora dio un suave golpecito. Le abrió una secretaria tan bonita como competente que le invitó a pasar a un pequeño recibidor decorado con gusto. Al fondo había una gran puerta de roble y detrás, supuso, su hombre. La chica introdujo medio cuerpo en la habitación y anunció su presencia, después dio media vuelta y le dijo que podía entrar sin apenas mirarle; o el maquillaje aguantaba muy bien o continuaba siendo un hombre insignificante.

Era un despacho tan grande que la distancia entre la puerta y la mesa se le hizo inacabable. Él estaba ahí al final, confortablemente sentado en un sillón reclinable de negra piel, tal como un rey en su trono, con la ciudad de fondo. Le faltaba muy poco al tal Llorenç para llegar a su misma edad, pero esa sonrisa irritó a Pere. No le dejó ni decir ?buenos días? y, sin mediar palabra, le soltó un golpe con la maleta en la frente, tan certero que probablemente ese viejo presumido ni se enteró. Su cabeza inconsciente reposaba sobre la mesa mientras de una ceja chorreaba abundante sangre. En el último momento Pere había comprendido que una conversación con él sólo hubiera empeorado las cosas.


La inercia del movimiento de entrada había aumentado la rotundidad del golpe, el peso de las pesadas latas japonesas hicieron el resto. Abrió el maletín y extrajo un cable eléctrico y unos guantes con los cuales los tecnócratas del futuro amenazaban obligar a trabajar a todos los cocineros del mundo. Ató al desgraciado de pies y manos y, gracias a las ruedecitas del sillón, lo desplazó hasta el sofá. Con ciertas dificultades lo estiró boca abajo y con pulso firme le rodeó con cable el cuello; montándole a caballo empezó a apretar con fuerza.

Cuando Llorenç notó que le faltaba el aire se despertó con la furia de un animal herido, pero un enorme peso sobre su espalda le impedía moverse y unas manos fuertes le hundían la cara en la tapicería. Tras tres minutos de lucha se hizo el silencio. Un silencio que Pere aprovechó para revisarlo todo y disponer ordenadamente los productos japoneses encima de la mesa, después cubrió el muerto con las tarjetas de visita de ese representante que ya no le serviría para nada. Guardó los guantes, se peinó y salió. La chica apenas le miró, demasiado absorta con la pantalla del ordenador; solo soltó un débil ?adiós?.

Cuando Pere llegó al pasillo, empezó a correr, tratando de ganar tiempo al tiempo que faltaba para que la secretaria descubriese el cadáver. El ascensor se tomó su tiempo en llegar, el suficiente para pensar veinte veces si bajaba a pie pero consiguió frenar ese impulso tan irracional como peligroso.

El ambiente en la entrada era el mismo de antes, nada allí hacía presagiar el drama que acababa de protagonizar ese abuelo de extraños ojos verdes. El vigilante notó en él un aire más excitado que no tenía cuando había subido, pero el hombre no le dio mucha importancia y siguió concentrado en el crucigrama. Ni le devolvió el saludo.

Cinco minutos hasta el metro y casi ya estaría. Pere se repetía la frase para darse ánimos. Y el minuto cinco dio paso al cuatro y así sucesivamente hasta que se encontró en un vagón que lo llevaba directamente a la salvación. Tenía que volver a su hotel de comarcas para desmaquillarse, destruir la ropa y volver a ser Pere. En el tren, sin embargo, no lo pudo resistir y se arrancó el bigote.


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