Como de nuestros amantes nos enamoramos de la ciudad en la que habitamos; la vivimos apasinadamente una estación, la soportamos por etapas; nos gira y la abandonamos por un tiempo, quizás por siempre. Me gustaría creer en el amor perfecto, estable y eterno. Así como nos lo contaron. La realidad vista es otra. Nuestra ciudad ideal no suele ser la elegida por nuestros papás, ni tampoco a veces la que más nos conviene para nuestro futuro profesional. Y lo de ciudad eterna es sólo un slogan de postal kitch.
Con nuestra ciudad, es decir, la que pisaremos mañana al salir a ganarnos el sustento, y la que nos llevará a soñar a la vuelta, sobrevividos, desde una nueva y hermosa perspectiva hasta ahora desapercibidas (un grupo de azoteas que aún mantiene las viejas antenas de televisión como extraviadas aves migratorias de patas torcidas que se niegan a otro viaje más; unos niños que se cobijan en un portal a jugar o cambiar los cromos de la última serie de moda, con los mismos ritos y gestos de mi niñez), con esta ciudad también mantenemos una comunicación. Ella nos conoce y nos moldea. Su sustento nos llega por la vista, calor de la piel y los demás sentidos. También sus desgarros. Elegir nuestra ciudad, es decir, la ciudad en la que decidimos habitar puede ser tan trascendental como nuestro amor. El ritmo, la luz, la estética de esa ciudad nos roza y nos templa día a día; su religión de complicados y, a veces, olvidadizos ritos nos conforma.
Me gusta la ciudad en la que vivo, habito, como si de un amante ocasional se tratara con el que, pasando el tiempo, mantengo una extraña y prolongada relación de fidelidad nunca hablada. Me gusta, vivo de su impensada y mudable geografía urbana y humana, similar y compleja a la piel de un reptil antediluviano. Las variedades cósmicas las hallo en los indomados límites de sus barrios; toda la filosofía escrita en sus complejas relaciones sociales, toda la belleza de los museos en las miradas ausentes y mantenidas en un vagón del metro. Y esta ciudad también me enseña a cocinar.
CREMA ORIENTAL DEL RAVAL - Cebolla muy picada - jengibre rallado - Yuca a dados - Ajo picado y otro majado - Sal, pimienta y comino molido - Caldo suave de verduras - Manzana no muy madura - Avellanas crudas partidas a la mitad - Cilantro fresco picado
Sofreímos muy lentamente la cebolla, añadiendo el jengibre, el ajo, el comino y la yuca. Añadimos el caldo y esperamos hasta que enternezca la yuca. Echamos un ajo majado, dejamos hervir un poco más y retiramos y trituramos con la batidora. Rectificamos de sal y pimienta y pasamos por el chino. Servimos con la manzana a dados pequeños, las avellanas crudas partidas a la mitad, y el cilantro fresco, que añadiremos en el momento de servir (perejil opcional). Tomar bien caliente y con el paladar abierto.
Buscadora de cosas ricas, ya sean desayunos, comidas o meriendas. Por los Madriles y alrededores. Y productos. Que no todo es salir, a veces cocino en casa.
Se formó en la escuela de hostelería de la Casa de Campo en Madrid del 1992 al 1995. Tras graduarse empezó su trayectoria profesional como 2º de cocina en el restaurante Paradis (1995-1997).
Cocina Hermanos Torres is accoladed with two stars by Guide Michelin, a maximum three Repsol Suns by the most important Spanish dining guide and a green Michelin star for their sustainable efforts.
Incluir en su carta recetas de nuestros mayores, revisadas con su instinto creativo, conservar los sabores y comidas de nuestra huerta y de cocinar con productos tradicionales, le ha servido para convertir a Almoradí en un referente comarcal a nivel gastr