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Una historia y su receta

Pesto Genovesse



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Miguel A. Román


- He comprado albahaca fresca -me anuncia mi querida amiga Elisa- ¿quieres un poco?

 


¡Por supuesto! No es oportunidad frecuente -al menos "en provincias"- hacerse con determinados especímenes en su grado óptimo de presentación. Y las hierbas frescas son de lo que más escasea. La albahaca, la salvia, la mejorana, el eneldo, la borraja, el estragón, la ajedrea -añadiré el cilantro, pero en la tierra canaria que habito éste es afortunadamente cotidiano-,... por citar solo unas pocas de las codiciadas piezas "in vivo" y que ya empezamos a aceptar como normal su momificación y presentación "in vitro" en los estantes del super-super-mercado. Nada que ver, os los juro.

Y sin embargo, protesto. Pataleo incluso. Las referidas yerbas son patrimonio mediterráneo irrenunciable, y en los mercados populares de las regiones bañadas por ese charco endocultural hay habitualmente un puestecillo de verde que te quiero verde donde los lugareños se proveen de estas alegrías para los platos a los que llenan de color, olor y sabor.

Y sin embargo de los mercados de nuestras capitales van desapareciendo estos establecimientos, muchas veces por falta de demanda, pero ésta a su vez desciende en base a un abandono progresivo del uso de estos aromáticos vegetales, quizás porque se ignoran sus aplicaciones y propiedades o en parte la culpa, supongo, la tenga la desaparición de aquella maceta (muchas veces una simple lata que fue recipiente de fiambre) que había en las terrazas y balcones y que regada con cucharilla mantenía un herbolario autogestionado: perejil, yerbabuena, mejorana... Pero ahora la mampara de aluminio ha engullido hasta el último hueco al sol de nuestras casas y con él hemos arrojado también ese cultivo culinario ínfimo pero exquisito, y si hoy vemos al vecino regar una macetita de estas características antes pensaremos que se trate de alguna innombrable variedad del cáñamo indio.

Así pues acepté sin dudar los tres ramos foliares con que mi amiga me obsequiaba, y al punto planeé preparar el plato donde el basílico -nombre latino de la arábiga albahaca- es rey: Pesto Genovés, la salsa de queso con que se honra la pasta en la mar Ligur.



Dispuestos los ingredientes en mi cocina, la infalible pero menuda pinche portadora de la mitad de mis genes trepa hasta la zona de trabajo.

- ¿Te ayudo? - y sus manitas curiosas se alargan hasta el montoncillo de piñones y sin poder yo evitarlo un somero puñado de la conífera semilla alcanzan su boquita... de piñón.
- Sí, cielo. Empieza pelando estos ajos. -su madre odia que Ángela manipule ajos porque considera que no es aroma apropiado para las manos de un querubín... no quiero imaginar el día que le enseñe a limpiar sardinas. Mientras la niña va llevando los ajos hasta la boca esmaltada del almirez, yo pongo en una cacerola ancha abundante agua con sal sobre fuego alto, y acto seguido voy lavando y despeciolando las hojas brillantes de albahaca, desechando aquellas que muestran síntomas de fatiga o han sufrido la agresión voraz de algún insecto de gustos refinados.



- Papi, ya están -me avisa la criatura y yo aplasto los cinco dientes tiernos que hay en el almirez y vuelvo a ceder a mi ayudante los trastos de matar. Es ya experta en machacar "manu morteri". Cuando el ajo empieza a ser pulpa bajo el embate de mi retoño le indico a ésta que añada unos puñaditos -suyos- de piñones y prosiga con la tarea, mientras yo dedico mi atención a lograr introducir el manojo de spaghetti de medio metro de largo en una cacerola de escasos veinticinco centímetros de diámetro, procurando además que queden sueltos, unifórmemente repartidos por el cacharro y no detengan drásticamente la ebullición.



Me temo que por cada piñón que se ha triturado en el almirez, otro lo ha sido entre los premolares de Ángela... ¡le encantan! Pero el trabajo ha sido bueno y solo el ojo experto reconoce los restos del piñón en la pasta blanquecina triturada a conciencia.

Hora es de añadir a nuestro invitado de honor. Picado a tijera y repasado a cuchilla sobre tabla, la hierba queda trinchada en jirones nimios que liberan aromas de tonos mentolados y voy mezclando -sin machacar- en el mismo mortero con el ajipiñón.

- Ahora el queso -los quesos dijera, que son dos variedades las que usé: "parmigliano reggiano" y "grana padanno" en igual proporción. Quesos "grana" que guardan en su corazón el olor profundo y adusto de la Italia interior preñándose mi cocina de estos aromas característicos a medida que se desprenden las virutas arrancadas por la dentadura insaciable del rallador, y que van cayendo a enriquecer el Pesto, que no es sino una salsa de queso, como tantos otros almogrotes que los árabes -y antes quizás los romanos- nos legaron y que hemos ido olvidando salvo mínimos reductos como esta mezcla genovesa o el exquisito mojo en que los gomeros convierten su blanco queso de cabra endurecido.

- Y por último el aceite. - Oliva, claro; extra virgen, claro. Va el zumo verdidorado disolviendo el mazacote caseiforme, yo vierto y Ángela remueve -suavito, mi vida- hasta obtener una textura al gusto, pero que no debiera nunca extremar a lo aceitoso ni quedarse en lo seco.


 

 

 

 

 

Ajo, piñones, albahaca, oliva... símbolos cruciales del Mediterráneo y embajadores plenipotenciarios de la envidiada dietética de sus riberas. No en vano la antiquísima Genoa ha ganado y perdido cien veces la supremacía comercial y cultural sobre el mar que la vio nacer.

Al concluir la mezcla ya la pasta estaba hervida pero con su cuerpo filiforme aún conservando ese tono vivo que se define como "al dente". Solo escurrir y alear bien con la salsa que rebosa del almirez. Los spaghetti son plato único, abundante si se quiere, pero sin previos ni guarniciones, como mucho algún "antipasto" que hoy no se terció, solo un honrado Somontano, del que Ángela quedó dispensada, comparte la mesa con nosotros y con esta pasta dignamente enriquecida de frescor, sabor y tradición.
 

 



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