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El Alfa Y el Omega de Juana de Arco a los Ojos de Cunqueiro



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Miguel Ángel Almodóvar
Investigador y divulgador en ciencia nutricional y gastronomía

Juana, nacida en los albores de 1412 y en el seno una familia campesina acomodada de Domrémy, en la Lorena francesa, fue prometida en matrimonio por su padre Jacques Darc, aún niña, como era por entonces costumbre, con un vinatero de Burey, pero para cuando tocaba hacer efectivo el enlace, la doncella ya había entrado en contacto místico con el arcángel san Miguel, las santas Catalina de Alejandría y Margarita de Antioquía, y hasta el mismísimo Dios de los cristianos, que le habían comunicado, casi a coro, que estaba destinada a mucho más grandes destinos. Entre ese alfa de desfacer el acordado bodorrio y su omega de muerte en la hoguera, el 30 de mayo de 1431 y en la plaza de Ruan, Juana habría dado la victoria a las tropas francesas frente a los usurpadores ingleses en Orleans, Patay y otros lugares, consiguiendo que Carlos VII fuera entronizado como rey de Francia y dado el toque de gracia a la guerra de los Cien Años.

 

 

Volviendo al alfa, Juana acudió a la autoridad eclesiástica para que se la exonerara del pactado enlace, alegando que jamás había dado palabra o consentimiento de matrimonio al de Burey. Su petición fue a juicio en la ciudad lorenesa de Toul y ante un tribunal presidido por el obispo de la diócesis y tres canonistas designados al afecto. Juana fue absuelta y el vinatero condenado en costas, fallo que se tradujo en obligar al sancionado a pagar de su pecunio la pitanza del docto tribunal, que se sustanció en un pastel de lomo para su ilustrísima y tres platos de perdiz escabechada para los árbitros del derecho canónico.

En este punto, el novelista, dramaturgo, periodista y gastrónomo gallego Álvaro Cunqueiro interviene en su libro La cocina cristiana de Occidente para afirmar con rotundidad que: “El escabeche de perdices se hacía en Toul mejor que en Toledo y Salamanca, y con tantos cánones y latines”. Una opinión que viniendo de la gran autoridad de quien la emite hay que tomar forzosamente en cuenta, aunque hoy su fama vaya más por la quiche, los patés, el puchero y los licores que elaboran con las ciruelas llamadas miravelles.

 

Aunque es probable que todo lo que comiera Juana en su corta vida no fuera más allá de los potes aldeanos y el rancho militar, el mismo Cunqueiro pone un señorial toque gastronómico y gourmet a su omega de victima atada a un palo y en la cima de la pira colocada en la Plaza del Mercado Viejo de Ruan, villa que el autor describe como un navío de cien palos anclado a orillas del Sena, con un velamen de niebla del mar de Dover que baja por el canal con el nordeste; el viento del cardenal de Winchester, aquel tétrico personaje de Shakespeare que hizo quemar a Juana de Arco.

En ese mismo lugar y muchísimos años más tarde encontramos al gastrónomo gallego, sentado en sitial que supone ocupó el poeta Arthur Rimbaud y dejando a un lado las más señeras especialidades a la ruanesa, el pato y las manitas de oveja, para deleitarse con un lucio a la mantequilla fresca y una pechuga de gallina trufada. Lejos, en el horizonte neblinoso suena la canción a Juana dedicada: “… y aunque su dios al final le falló, el tiempo le dio la razón y su ceniza al cielo ascendió. Entonces se pudo entender 
la lucha de esta mujer”.

 

 

 



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