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Por San Martín



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Francisco J. Aute



Al arreciar los rigores del invierno, cuando los fríos aprietan y los campos yacen abatidos bajo el hielo y la escarcha, los cerdos tienen sobrados motivos de preocupación, pues comienzan a darse las condiciones ideales para organizar matanzas y se aproxima el momento en que sus carnes inicien un periplo que, llevándolas por cámaras de humo, desvanes, orzas y pringues, acaben haciendo las delicias de cuantos no han recibido de los cielos tabúes puñeteros que, como a judíos y musulmanes, les priven de tanta suculencia.

Si sabido es que a cada cerdo le llega su San Martín, en estas sierras sureñas, San Martín, 11 de noviembre, se queda un poco a trasmano porque el frío invernal, que es aliño necesario en los productos de la matanza, no viene siendo por estos pagos tan madrugador como en tierras más afectas a San Martín, por lo que diciembre resulta ser mucho más apropiado a los menesteres matanceros. En cualquier caso, como el calendario anda más que sobrado de santos, una vez metidos en diciembre, cada cual escoge el santo, beato, virgen o mártir que más le convenga y hará de ese día el dies irae de sus gorrinos.

La matanza, además de ser el expediente necesario para ver transubstanciados en carnes y embutidos los mimos y cuidados que se le dispensaron a los cerdos hogareños a lo largo del año, es también un momento de encuentro social y familiar donde se expresan y fortalecen vínculos y lazos, santificado todo por la sangre propiciatoria de la víctima porcina. Con cuanto tiene de rito y tradición, es evidente que la matanza del cerdo arraiga sus orígenes en tiempos muy anteriores a la Historia habiendo variado muy poco en sus métodos y elaboraciones con el paso de los siglos.

Buen ejemplo son las citas y recetarios griegos y romanos llegados hasta nosotros, donde ya se describen embutidos y salazones en nada diferentes a los nuestros, y que hacían las delicias de los Lúculos, Apicios y otros Sabarines de la antigüedad. Precisamente Apicio en sus recetarios nos declara su predilección por las salchichas de Lucania, o por ciertas morcillas condimentadas totalmente como las de hoy.

Embuchando

Es llamativo además que, tras el descubrimiento de América, y pese a la irrupción en masa que sufrieron nuestras cocinas de los útiles e inéditos productos de las Nuevas Indias, de entre todas estas novedades, en las matanzas apenas si vemos asomar tímidamente a la patata sustituyendo a los insípidos nabos de antaño y también al pimiento molido o pimentón, aunque es opinión de algunos que este condimento ya era conocido en Europa antes de 1492, procedente de ciertas supuestas variedades de pimiento autóctonas de extremo oriente.

El oficiar debidamente una matanza, requiere contar de antemano con los deudos y amigos que participarán para así poder encontrar el momento idóneo para todos, sin olvidarse de diversas rogativas a los santos patrones matanceros para que ese día contengan las lluvias que, en estos oficios de sangre y condumios son asaz molestas. En general los preparativos comienzan el día antes cuando, a espaldas de los cerdos que rezongan bienaventurados en sus cochiqueras, se reúnen las mujeres para preparar los condimentos necesarios. Mientras unas pelan ajos y más ajos, cientos de ajos, otras pican las calabazas, vigilan el arroz o parten las cebollas con un casco de las mismas sobre la cabeza en un inútil intento de conjurar las lágrimas. Y, si las lágrimas son escasamente contenidas, no menos incontenible resulta el torrente de informaciones sobre las más recientes consejas del burgo, el barrio y la calle, sin olvidar mencionar las últimas andanzas de aquella vecina un tanto atrevida, de la que más vale guardar a los maridos.

Llegada por fin la mañana en que para los cerdos, como diría el antifonario, solvet saeclum in favilla, es la hora de hacerse con ellos e inmovilizarlos, lo que no siempre es fácil, sucediéndose las carreras, los acosos y varios espectaculares resbalones en el barro, no faltando nunca alguna vecina que, queriendo contemplar la lidia demasiado cerca, resulta atropellada sin miramientos por algún marrano en desbandada.

Una vez muertos los animales, éstos son chamuscados con ramas de aulagas encendidas para despojarles de pelos y cerdas, tarea que se remata con repetidas friegas propinadas con un ladrillo, aunque últimamente los sopletes de gas suplen, eficiencientemente pero sin aportar colorido, a las aulagas. Tras la sesión de peeling, los cerdos comienzan a ser despiezados sobre las largas mesas de matanza, mientras que en varias fogatas, se hierve agua en grandes calderos para utilizarla luego en limpiar tripas, cocer morcillas y baldear suelos. El humo y el frío son ingredientes indispensables en cualquier matanza que por demás, suele estar amenizada por las voces, carreras y, últimamente, perversos patinetes, de los críos que, encontrando relajada ese día la vigilancia, campan por sus respectos con gran alboroto. Este atrezzo de calderos, humos y críos no estaría completo sin la tradicional abuela que en alguna de las candelas voltea una y otra vez las necesarias migas mientras increpa rutinariamente a los enanos que, con sus carreras y galopinadas, amenazan con tirar por tierra trébedes, perola y migas.

En tanto que algunos combaten el frío con breves tragos de aguardiente, los roscos y pestiños comienzan a circular entre la concurrencia a la vez que hace su primera aparición el vino de pitarra que no tardará mucho en ser seguido de las orejas y morros fritos de los cerdos, repartidos como golosina y anticipo de más y mejores suculencias.

Hay que cocer las morcillas de lustre

Casi de inmediato comienzan a prepararse las morcillas de sangre, por aquí llamadas morcillas de lustre, y que necesitan tan delicado equilibrio entre sus ingredientes que, sólo las más viejas o más habilidosas de la concurrencia saben encontrarlo. Así, en la artesa se incorporan sangre, gordos del cerdo (grasa), sal, ajo, pimentón, orégano, perejil y hierbabuena, y una vez todo bien amasado es de inmediato embuchado en tripas de vaca y puesto a cocer en alguno de los calderos. Una vez cocida, la morcilla de lustre está lista para ser consumida.

Mientras tanto, la máquina picadora ya habrá terminado de desmenuzar los ajos, patatas, calabazas y otros aliños preparados el día anterior y estará lista para emprenderla con carnes y tocinos. Con las tales carnes y grasas adobadas con ajo, sal y pimienta en grano, se prepara la masa para los salchichones. Para los chorizos en cambio, a la carne y la grasa se añade además del ajo y la sal, pimentón, orégano y vino blanco, en tanto que la pimienta se incorpora molida.

Amasando la chichilla

Pero la estrella de las matanzas, la que destaca por encima de cualquier otro embutido, es la morcilla de patata o morcilla achorizada, producto original y casi relicto del Valle del Guadiato y sus aledaños, que goza de merecida fama y del aprecio general. Sus ingredientes son sangre y grasa, patata, arroz, calabaza, cebolla, ajo, orégano, pimentón y sal. Esta masa, que es conocida como chichilla, señala con su aparición el momento culminante del devenir matancero y es un rito obligado y esperado el dar buena cuenta de algunos platos de esta chichilla frita. A chichilla también se convida a cuantos se acercan por la matanza y se reserva para amigos y conocidos como especial muestra de consideración.

El sancta santorum

A estas alturas de la matanza algún que otro niño, para desesperación de su madre, habrá cumplido ya con el ritual de caerse en la artesa de los chorizos, luciendo al salir de ella una brillante gradación rojiza muy apropiada para cualquier entrega de la Guerra de la Galaxias. Para entonces todas las carnes estarán picadas y condimentadas y se dejarán reposar en las artesas para que cojan bien los aliños, y como las migas ya habrán alcanzado su punto, es la hora de descansar y hacer los honores a tan merecidas migas y a la parafernalia de su acompañamiento.

Al día siguiente se procederá al embuchado, tarea que por lo regular suele estar encomendada a un animado y festivo coro de mujeres, y mientras una maneja la máquina y otra se cuida de ir controlando el llenado de las tripas, las demás van atando los embutidos y pinchándolos con agujas para que no revienten durante el secado. Tocinos, morcillas, chorizos y salchichones serán colgados en los oscuros y fríos desvanes, siendo seguidos pocos días después por los lomos que entre tanto han estado en adobo. No mucho más tarde, los jamones, que han reposado enterrados en sal a razón de día y medio por cada kilo de la pieza, ocuparán el sitio de privilegio y veneración que por derecho tienen reservado en el desván. Justamente con esta cuelga de los jamones, finaliza todo el proceso y, el año que viene, vuelta a empezar.

La señora Longaniza
se quiere casar mañana;
con el señor Pedro Lomo
pariente de la Papada;
el Morcón será el padrino,
la Morcilla, convidada.
¡Quien fuera a ese casamiento,
de familia tan honrada!...

(popular de Extremadura)



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