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Peripecias Del Morrismo Castizo Y Callos sin Callos



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Miguel Ángel Almodóvar
Investigador y divulgador en ciencia nutricional y gastronomía

 

Los madrileños, por ser o residenciarse de/en Madrid, una ciudad tan grande donde sale el sol por la mañana y se pone por la tarde, siempre han sido a cascoporro afectos a las rivalidades. Y eso del rey abajo, 

, porque ya en los albores del siglo XIX, dos madrileñas ilustres, María del Pilar Teresa Cayetana duquesa de Alba y María Josefa duquesa de Benavente y duquesa consorte de Osuna, se las tuvieron muy tiesas en los ruedos y alrededores defendiendo la primera el arte de Costillares y la segunda el garbo de Pedro Romero, rivalidad que en los años veinte del siglo veinte descendió a las masas populares en pie famélica legión enfrentadas por Joselito y Belmonte, y que en los cincuenta se tradujo en hostilidades irreconciliables entre los partidarios de Di Estéfano y los admiradores de Kubala. 

En lo referido a manducaria, los madrileños, desde hace siglos, se dividen en dos grupos: los que gustan de los callos a la madrileña, valga la reiteración y demasía, con morros y pata, y los que solo se deleitan con la parte estomacal en textura de toalla del vacuno. Dicho en breve, morristas y antimorristas. 

La cosa viene de lejos y remite al sempiterno enfrentamiento entre la esencia del casticismo, los Manolos de Lavapiés y los Chisperos de Maravillas, permanentemente a la gresca por la madrileñalidad de los callos “con” en el primer grupo y de los “sin” en el segundo.

La rivalidad intergrupal se dejó a un lado el 2 de mayo de 1808, cuando a eso de las once de la mañana y en La Puerta del Sol, los mamelucos, tropa de élite musulmana incorporada al ejército napoleónico tras la derrota en Pirámides, a seis kilómetros de El Cairo, realizaron una carga brutal contra el pueblo madrileño indefenso, aunque no tanto, porque Manolos y Chisperos, puestos por una vez de acuerdo en algo, arremetieron con sus cachicuernas a las panzas de los caballos, único punto débil de aquel feroz contingente, para rematar luego a los jinetes en el suelo. 

Tras la fiera y brutal escaramuza, los supervivientes matritenses huyeron y corrieron como almas que lleva el diablo hasta llegar a las Cavas, donde mesoneros patriotas les dieron refugio y les agasajaron con cumplidas jarras de vino en compaña de fuentes de callos con sus morros y su pata. Muy perdurable problema resuelto de un plumazo o mejor dicho de un certero navajazo. 

Desde entonces la paz ha reinado entre morristas y antimorristas, respetando cada cuál sus preferencias, pero héteme aquí que en estos días, los primeros han decidido promover, con quien esto firma a la cabeza y el arte exquisito de la ilustradora Silvia Campos, un frente radical que reivindica los morros sin más y a los callos-callos que les vayan dando. 

Dicho en breve, morros y pata, sin callos, aunque condescendiendo con un acompañamiento de gabrieles, que en otras partes llaman garbanzos, para no ser tachados de ultras y para que la fracción haga más bulto.

Los sublevados han contado con la inestimable colaboración de una mesonera de estos días, Gloria Alarcón, chefesa y propietaria de Sabe a Gloria, un restaurante sito en la calle de las Huertas, barrio de las Letras, vecino al Convento de las Trinitarias donde profesó en clausura la hija de Lope sor Marcela de San Félix; un restaurante que ofrece cocina de verdad, honesta y cercana, con producto fresco y de calidad, una joya con especial fulgor entre el tanto tontuneo restaurantil que se enseñorea por la Villa y que definitivamente ha incorporado a su carta los morros, callos sin callos, y por el qué dirán en compaña de gabrieles. Algo como para chuparse los dedos y llegar hasta los codos.



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