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Habia una Vez un Vino...


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Caius Apicius Cristino Álvarez
en memoria de nuestro colaborador y amigo



La Coruña, 24 abr (EFE).- Durante muchísimo tiempo, antes del auge de otras zonas, la imagen del vino gallego estaba ligada casi exclusivamente al del Ribeiro, un vino que ya celebraba Alfonso X el Sabio y que conoció tiempos gloriosos allá por el siglo XVII, cuando fue alabado por autores como Tirso de Molina, Estebanillo González o Miguel de Cervantes, éste en El licenciado Vidriera.

Desde entonces, un cúmulo de calamidades convirtió a los vinos del Ribeiro en lo que han sido hasta hace bien poco. La prohibición del floreciente comercio con Inglaterra, por aquel entonces; las plagas de oidio y mildiu, en el XIX, y la llegada, a finales de ese siglo, de la filoxera; la sustitución de las variedades clásicas de la zona por otras ajenas, más rentables cuantitativamente, pero muy inferiores cualitativamente...

El Ribeiro se quedó para las barras de las tabernas, servido en las típicas tazas de loza blanca. Un Ribeiro turbio, ácido, desde luego sin nada parecido a una etiqueta; Ribeiros de pipa, graneles, mayoritariamente elaborados con la variedad que en Galicia se llamó Jerez, que no es otra que la Palomino, que si en Jerez -y en Canarias, donde se llama Listán- da espléndidos resultados, en las húmedas tierras de las riberas del Miño, el Avia o el Arnoya perdió todas sus virtudes. Y eso cuando no se despachaban como Ribeiro extraños coupages a base de vinos de las más diversas regiones españolas.

Así han estado las cosas hasta hace nada. Pero el resurgimiento de los Albariños, de los vinos de las Rías Baixas, fue una especie de locomotora que tiró, y sigue haciéndolo, de los demás vinos gallegos, incluidos -pero con qué trabajo, con qué reticencias- los Ribeiros.

Hoy se hacen Ribeiros espléndidos, modernos, elegantes, deliciosos. Cada vez hay menos Palomino, y más uvas gallegas como la Treixadura, la Torrontés, la Caíño branca, la Lado, incluso la Godello y la propia Albariño, en blancas; y menos Alicante -nombre gallego de la Garnacha tintorera- y más Caíño (redondo y longo), Ferrón, Sousón o Brancellao en tintas.

Variedades plenamente enraizadas, desde hace siglos, en Galicia. Conocen la tierra y a los hombres que la pueblan. Han sabido adaptarse a un clima favorable, atlántico, con veranos calurosos que permiten redondear la maduración... Hoy hay Ribeiros blancos de gran altura, limpios, llenos de matices frutales, bien elaborados, muy elegantes... y, por supuesto, embotellados, etiquetados y contraetiquetados por la D.O. Ribeiro, la de mayor volumen de Galicia. Y tintos muy prometedores, lejos de aquellos vinos morados y acidísimos capaces de arruinar cualquier corbata.

En La Coruña celebramos la cata de mayor altura jamás celebrada; al menos, de mayor altura ganada a pie: en la cúpula de la romana Torre de Hércules, tras una ascensión de doscientos y pico escalones. No hace al caso decir qué etiquetas han resultado ser las triunfadoras; bastará subrayar que los Ribeiros allí catados muy poco, por no decir que nada, tienen que ver con los que bebíamos en la Rúa do Franco compostelana en nuestros años universitarios, o en las coruñesas calles de La Galera, Los Olmos o La Estrella.

Sólo una nota para la añoranza. En aquellos difíciles tiempos, una tasca podía cimentar su fama en la calidad del Ribeiro -siempre de pipa, de barril- que servía; recuerdos del 42 o el Estradense santiagueses, o del Lionardo, Nautilus, Ordenes o La Traída coruñeses, como de la tasca de Eligio, en Vigo. Aquellas peregrinaciones en busca de un buen Ribeiro tenían, o al menos eso creemos desde el tiempo, su encanto.

Pero es mejor lo de hoy: ir sobre seguro. Disfrutar de unos vinos llenos de carácter, pero del carácter que le dan unas magníficas variedades y una elaboración cada vez más cuidada. Esas variedades, precisamente, son las que permiten abrir un abanico de posibilidades, de combinaciones, de ensamblajes, siempre en busca de un vino mejor, distinto, pero en todos los casos -bueno, en casi todos, que aún anda por ahí un llamado Ribeiro joven del que les recomiendo huyan cuidadosamente- excelente.

La cata, prólogo de unas Jornadas del Ribeiro más que interesantes, tuvo un curioso colofón: una cena en la flamante Casa de los Peces coruñesa, una visita indispensable en un viaje a esta cada vez más bella ciudad. Y digo lo de curioso, porque no me negarán ustedes que no tiene morbo comer pescado de los mares gallegos... sintiéndose observado, al otro lado del cristal, por muchos de sus congéneres. Pero el escenario vale la pena, la cocina también... y, por supuesto, los Ribeiros que la acompañaron se mostraron como lo que son en esta su nueva Edad de Oro: unos vinos extraordinarios. EFE

cah/pz



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