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Las Judías Del Amor


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Luis Hens



Nada me sorprendió más en aquel primer año de medicina que la decisión de Carmen de cocinar. Nuestra dieta vacilaba entre un desorden gastronómico de latas, fritos rápidos y los bocadillos del bar de debajo de casa (con el aliciente de los camareros descarados que simulaban hacernos descuentos especiales). Todo el tiempo y dinero que conseguíamos lo
dedicábamos, como la mayoría de los estudiantes del campus, a nuestros estudios y a diversión, y no siempre por este orden.

No recuerdo la causa por la que Manel, aquel delgado y atractivo chico de biología, se coló por casa un jueves para comer, pero sí aseguraría que sería allá por los exámenes del segundo parcial. Se me quedó grabado porque fue a partir de entonces que nuestra compañera de piso empezó a cambiar su tiempo de preparación de las pruebas por su nueva dedicación a la
cocina. Aquel primer día de la extraña aparición de Manel comeríamos, como
cualquier otro día, una extraña combinación del tipo espaguetis deshechos con lata de mejillones picantes y baguet del día anterior para acompañar. Manel era el típico vegetariano recién convertido, ultra convencido y pesadamente
convincente, que aprovechaba los bajones de ánimo de las borracheras de
madrugada para vendernos su teoría de la felicidad total y la erradicación del hambre por el consumo de la proteína de la soja. Nadie le aguantaba en realidad, ni sus panfletos higienistas ni su gorronería, que creo que estaba en el fondo
de todos esos pesados discursos de justificación.

Los seres humanos somos extrañamente complejos, y por una de esas inexplicables conexiones neurológicas nuestra compañera se quedó prendada de este pesado que la metía con total atención en la cocina todos los
jueves y algún día más de entre semana. Como decía Carmen fue intercalando y, poco a poco cambiando sus habituales y subrayados tochos de anatomía y bioquímica por manuales básicos de cocción de cereales y legumbres, y tratados pseudocientíficos y tan predecibles como: la salud por las alcachofas (o el nabo
chino); los peligros escondidos del la cafeína, o el maravilloso mundo del
ajo. Por cierto que su guiso de judías blancas con brécol estaba realmente
delicioso, y eso que en esa época las legumbres significaban en mi dieta algo
atávico y extraño como las oídas torturas del tribunal de la santa inquisición.

Les paso lo que recuerdo de aquella receta:


Las judías del amor
Judías blancas
Brécol
Aceite, vinagre, sal,
pimienta, ajo y perejil



Cocemos las judías que previamente hemos remojado en agua mineral unas cinco horas. Cuando estén tiernas las apartamos y escurrimos su caldo, pero sin dejarlas completamente secas. Por otro lado cocemos en abundante agua el brécol (también puede probarse con coliflor), hasta que esté
al dente, y reservamos tibio. En una fuente amplia disponemos la verdura en el medio y las judías alrededor. Aliñamos con una vinagreta simple (una parte de vinagre por tres de aceite, sal y pimienta), más abundante perejil y un diente de ajo finamente picados.

Recuerdo también que era un plato muy práctico, pues si sobraban, hecho no muy frecuente, nuestro apetito las recuperaba sin merma al día siguiente.
Otro día les sigo contando la evolución de ese estúpido amor de nuestra amiga y sus maravillosos progresos en la cocina.



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