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Kaiseki


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Juan Carlos Valdovinos



Tras leer el artículo de Ferran Adrià sobre el ?kaiseki? (El País, 09-08-02), no he podido dejar de comentar sus inexactitudes, omisiones y pobreza general con algunos amigos, uno de los cuales me animó a hacerlo también en esta revista.

En los hoteles del Japón no ponen ?kimonos? a los huéspedes como dice Adrià, sino ?yukatas?, esto es, sencillos albornoces de algodón. El kimono es un atuendo formal, compuesto de varias prendas, que se lleva más bien en ocasiones y lugares especiales. En los terrenos que rodean al Palacio Imperial de Tokyo hay sobre todo césped y árboles. Hay efectivamente un jardín zen, pero dudo mucho de que pueda considerársele ?referencia indispensable para quienes les (sic) gusten los jardines zen?. En cualquier caso hay jardines zen mucho más emblemáticos, sobre todo en Kyoto (Ryoanji, Nansenji, etc.). El kaiseki, nos dice Adrià, es el ?lujo máximo?. Se trata más bien de refinamiento, del que, desafortunadamente, el articulista no hace mucho alarde.

Pero bueno, como sabemos, hoy por hoy es posible escribir y publicar cualquier cosa y quedarse tan pancho. Si, por ejemplo, la revista ?Gourmets?, puede publicar un artículo en que se afirma que la flor de sal se recoge de los árboles, ¿por qué no habría de publicar ?El País? la reseña nuevoriquista del Kaiseki que nos inflige Adrià en el artículo de marras?

Digo ?inflige? no sólo por las inexactitudes señaladas, sino también porque nos habla de los precios, del número de salas y camareras (¡éstas sí que visten kimonos y vaya kimonos!) sin detenerse a decirnos gran cosa sobre aquéllas o sobre la singular gracia con la que éstas sirven; porque si bien nos presenta una lista de lo consumido y menciona una textura ?mágica?, guarda absoluto silencio sobre muchos otros aspectos del kaiseki -esto es sorprendente, porque, de entrada, cuesta creer que no haya encontrado algún sabor lo bastante novedoso como para mencionarlo.



Respecto de la estética general del kaiseki, se limita a señalar la preciosidad de bandejas, platos y boles. Ya es algo. Sin embargo, remata su artículo con una afirmación tan temeraria como disparatada, esto es, que ha conseguido ?conocer a fondo? la cocina japonesa. ¡En doce días!

Es un disparate, primero porque la cocina japonesa es milenaria y segundo porque varía mucho de una región del Japón a otra y de una estación a otra. El Japón es un país de estaciones muy marcadas. Los veranos son calurosísimos y muy húmedos y, por ende, opresivos como pocos. El otoño trae consigo una auténtica explosión de colores que linda en lo inverosímil. Los inviernos son muy fríos, hasta el punto de que, según un dicho japonés, ?es un mal que sólo se cura con la primavera?. Ésta es extraordinaria, pero efímera, o sea, como la vida misma. Hay también una estación lluviosa de interminables aguaceros como sólo en visto en el extremo sur de Chile.

Salta pues a la vista que no es posible conocer esta cocina a fondo así no más. En cualquier caso, para hablar con algo de propiedad de kaiseki, es preciso degustar más de uno. De hecho, y como mínimo, sería preciso tomarlo al menos cuatro veces, una por estación, no sólo porque los ingredientes empleados en su preparación varían de una a otra, sino también porque varían asimismo muchas otras cosas, como la temperatura, la luz y los sonidos, y porque todo ello se toma en consideración en un kaiseki.

Kyoto, la cuna de la cocina del Japón, queda lejos de las costas y del mar, fuente primordial de alimentos para los japoneses. Esto obligó a los cocineros locales a concebir métodos muy elaborados para compensar la falta de ingredientes frescos. Además, la cocina de Kyoto es mucho más refinada que la de otros lugares del Japón, particularmente el kaiseki, entre otros motivos porque estuvo originalmente asociado a la ceremonia del té, influenciada a su vez, y muy fuertemente, por el budismo zen.

Un kaiseki, particularmente uno de alto vuelo, supone una estudiadísima orquestación de múltiples elementos cuyo propósito es crear un entorno y un clima propicios para el recogimiento y la concentración, de forma que el comensal pueda disfrutar no ya de una mera comida ?lujosa?, sino de un acontecimiento artístico y no de uno cualquiera, sino de un acontecimiento artístico total.

Así, la preparación y presentación de un kaiseki de esta clase descansa en un esmero singular cuyo propósito es armonizarlo todo: colores, texturas y sabores (que se escalonan para ir estimulando el paladar en grado sutilmente creciente sin que ninguno de los múltiples platos dificulte la degustación plena del siguiente), estación, métodos de cocción, etc. Este esmero no es gratuito y desde luego no va dirigido a épater le bourgeois.



El Japón ha cambiado mucho últimamente, pero el esprítu del Zen pervive en el kaiseki que, como la ceremonia del té, reclama toda nuestra atención, en un entorno y según reglas estudiadísimas que nos facilitan la difícil tarea de estar totalmente presentes en el aquí y el ahora.

Esto último da para mucho, porque guarda relación directa con la no menos difícil tarea de aprender a vivir plenamente, pero bueno, no me quiero extender demasiado. Diré, pues, simplemente, que si algo merece la pena vivir plenamente es un kaiseki, sobre todo uno de alto vuelo.

En el Japón hasta los sellos de correo varían según la estación, considerándose de mal gusto emplear, por ejemplo, sellos de verano en otoño. El Japón es país de terremotos, de huracanes y ciclones, de estaciones extremas, como he dicho ya. En suma, es un lugar donde la vida no es fácil, lo que ayuda a apreciarla mejor. Si tenéis ocasión de viajar al Japón y de degustar un buen kaiseki, procurad hacerlo con el mismo espíritu que un japonés.

Es más, procurad hacerlo con el de uno o una que no se lo puede permitir a menudo. El comer es un placer particularmente fugaz, motivo de sobra para comer muy atentamente. Leed primero ?El Libro del Té? (O. Kakuzo, editorial José J. de Olañeta) y, de ser posible, leed también alguna buena introducción a la historia y la cultura del Japón, leed alguna buena introducción al zen.

Procurad sobre todo estar atentos al momento y a la estación. Un kaiseki no es lo mismo a mediodía que al atardecer; no es lo mismo en invierno (cuando el frío arrecia y la nieve cubre hasta el mismísimo jardín zen que quizá haya a la entrada del restaurante, y amortigua los sonidos lo bastante como para degustar también el silencio, los sutilísimos sonidos de la seda de las camareras sobre el tatami), o cuando diluvia. En fin, estad atentos a todo. Por ejemplo, a la asimetría con que se presenta cuanto nos ponen en un kaiseki; a lo sutil. Puede ser una experiencia sagrada. Esto puede abrir las puertas al infinito, pero es harina de otro costal.

Id también a probar comida de templo (Shōjin-ryori), por ejemplo, al Monte Koya, donde podréis degustar milenarios platos vegetarianos que dejan sin respiración hasta al más empedernido carnívoro. Id al sur, a degustar sahimi de carne de caballo; al norte, a tomar centollo preparado en su caparazón con saké, así como ?Ghengis Khan?. Y no dejéis de tomar buri kama a la parrilla con sal gorda. Si os gusta el pescado, os dejará embelesados.

Llevad en cualquier caso el artículo Adrià y sacad vuestras propias conclusiones. No conozco a Ferrán Adrià y no he tenido ocasión de comer en el Bulli (¡ya me gustaría!), de modo que me reservo, humildemente, toda opinión sobre lo que pone, pero aguardo con interés un segundo artículo, más logrado, de él sobre el kaiseki, porque no me cabe ninguna duda de que es capaz de decirnos muchísimo más al respecto. De momento, lo que me viene al espíritu es decirle: ¡Espumador a tus espumas!



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