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Cuestión de Sensibilidad



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Mauro Alberto García



Se observan cada vez con mayor frecuencia encendidas, acaloradas, e incluso, a veces, violentas discusiones provocadas alrededor de una botella de vino. Frases sentenciosas y lapidarias se esgrimen con demasiada ligereza en muchos foros y charlas. Están en boca de aquellos que deshumanizan el vino y creen saber mucho precisamente porque no conocen casi nada.
Olvidan los acérrimos defensores de tal o cual denominación o marca que en el vino no son deseables los prejuicios ni los pensamientos únicos. Parapetearse tras el escudo de apenas un puñado de bodegas o zonas es autoexcluirse de los placeres que, en toda su diversidad vitivinícola, España, Europa y el Nuevo Mundo ofrecen.
El exceso de celo respecto a lo autóctono y los provincialismos, característicos de paladares estrechos, conducen a la autocomplacencia y la tozudez del que se cierra en banda a nuevos aromas. De esta manera puede uno perderse sorprendentes y estructurados tintos, elaborados en cálidos parajes manchegos, o voluptuosos licorosos nacidos en zonas como Jumilla o Priorato. Por no hablar de distinguidos blancos de Borgoña, oscuros y densos tintos del Ródano, sorprendentes zinfandeles californianos, vinos del hielo...
Si parece ridículo el inmovilismo de estos fundamentalistas faltos de curiosidad, un tanto de lo mismo ocurre con quienes llevados por un insaciable afán clasificatorio tienden a convertir la cata del vino en una ciencia exacta, lógica y completamente imparcial; con puntuaciones de precisión matemática, descripciones esotéricas y resultados impepinables que se justifican con argumentos muy técnicos y pulcros. Frente a esta tendencia, hay quienes pensamos que el vino es pura subjetividad y las apreciaciones- personalísimas- de los sentidos se imponen por encima de cualquier fría y calculada evaluación, que busca opiniones comunes donde no hay más que disparidad de sensibilidades.
La pretensión de objetividad aplicada al vino no es posible, ni siquiera deseable. Lo más sano y honesto es disfrutar del vino, entenderlo como una expresión de la cultura y apreciarlo como un arte, sin perder de vista nuestras experiencias, filias y fobias, para valorar lo que se bebe desde la perspectiva particular y no tratar de extrapolar mandamientos universales a partir de nuestra sensibilidad. La fidelidad a nuestros gustos, complementada con un espíritu receptivo y abierto hacia otras percepciones, se configura como la única vía para ir más allá de guarismos, prescripciones y gurus.



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