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Crónicas Parisinas I



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Tatiana Suarez Losada
La cocina me apasiona desde pequeña y desde entonces no he dejado de aprender

Cuando pisé su bello y cuidado suelo, después de 30 años, casi se me saltan las lágrimas. Allí estaba ella, tan bella como siempre, con todos sus rincones intactos al paso del tiempo. La dejé siendo una adolescente y ahora regresaba siendo una madre de familia rozando la cincuentena, acompañando a mi marido que acudía a un congreso.

La Torre Eiffel.

Estuvimos alojados en el hotel Ambassador, en el Boulevard Haussman, un hotel con grandes arañas de cristal y mullidas alfombras, a un paso de la Opéra, de los grandes almacenes y de las tiendas más apetitosas. A la hora del desayuno, pretendí que me lo subieran a la habitación (uno de mis mayores placeres cuando estoy en un hotel), pero el precio era tirando a desorbitado y preferí reservar ese dinero para mis compras. Así que hice el esfuerzo de arreglarme por la mañana SIN DESAYUNAR (terrible castigo) y bajar al "Buffet". Nada más entrar en el salón (era más que un comedor), acompañada por el Maître, personaje pintoresco y parisino a más no poder, comprendí que el esfuerzo había merecido la pena. Ante mí se ofrecía un espectáculo esplendoroso: mesas con manteles blancos, cubiertos de plata, tazas de porcelana, lámparas de luz cálida y, en el centro de la estancia, una enorme mesa ovalada de unos 5 metros de largo por unos 2 de ancho, con inmaculado mantel blanco hasta el suelo, sobre la que reposaban toda clase de viandas saladas (salchichas, bacon, patatas, embutidos, quesos), frutas, zumos, cereales, leche en jarras de cristal, bollería infinita, panes múltiples, tarrinas de mantequilla en una gran concha de plata, mermeladas y mieles, yogur cremoso, compotas... evidentemente, no hubiera sido posible gozar de tal desayuno en la habitación.
Yo me tomaba mi tiempo para saborear cada cosa entre sorbo y sorbo de café, unas veces sola y otras en compañía de mi marido y algunos compañeros de congreso. Recorría la estancia con los ojos, deleitándome en cada detalle, en cada motivo decorativo, oyendo el susurro de las voces de las mesas vecinas y disfrutando de la bella lengua de Molière.

El primer día, que era domingo, salí del hotel a las 9 de la mañana. Hacía fresquito y no había un alma, todo París para mí. Con paso lento y pausado, disfrutando de cada rincón y recordando mis tiempos estudiantiles, me dirigí a la Place de l?Opéra y de allí a la Place de la Madeleine, donde se encuentran las dos mejores tiendas de delikatessen: Fauchon y Hédiard. Tuve que conformarme con pegar la nariz en el cristal de los escaparates, pero disfruté mucho con el panorama.

En el Ladurée

Después descubrí un salón de té-cafetería-pastelería llamado "Ladurée", en la rue Royale, ante el cual caí rendida: junto a la puerta, un carrito de helados de los de antes, con sus doradas tapas cónicas y, en los escaparates, enormes tartas de bizcochos y merengues. Después de seleccionar con la vista un tentador brioche, entré y me senté en una mesa con encimera de mármol y pedí un "café crème" y el brioche de mi elección. Un atento camarero me lo trajo en jarritas de plata y platito de porcelana, amén de una jarrita con agua. Las camareras iban vestidas con uniforme negro de raso casi hasta el suelo y delantal y cofia blanca. Todo estaba absolutamente delicioso, inmejorable, y las casi mil pesetas que pagué me parecieron calderilla. De allí a la Place Vendôme, sacando fotos a diestra y siniestra y pidiendo a los todavía pocos turistas que encontraba que me sacaran una foto. Recorrí la plaza con parsimonia, extasiándome ante las tiendas de Cartier y Cía., y cómo no, ante el Hotel Ritz. Después aparecí en la Plaza de la Concordia, desde donde vislumbré, por primera vez desde mi llegada, la Torre Eiffel (otra vez emoción...) y me dirigí al Louvre por la Rue Rivoli, a paso de tortuga, saboreando todo al máximo. Entré en casi todas las tiendas que encontré a mi paso, compré ?souvenirs?, tarjetas postales y sellos. Al cabo de casi otra hora, llegué al hotel Regina, junto al cual Juana de Arco posa a lomos de su caballo dorado con ojos cristalinos. Devoré con los ojos el escaparate de "Godiva" y llegué al Louvre, imponente y majestuoso. Vi la famosa Pirámide, que emerge como un monstruo de cristal, rompiendo la estética, y paseé por las galerías subterráneas plagadas de tiendas de todo tipo. Para entonces, ya había una multitud de gente. Pretendí entrar en el museo a ver La Gioconda y la Venus de Milo, por lo menos, pero las colas eran terribles y desistí, ya que para aquellas horas ya empezaba a sentir el cansancio. Me senté durante cerca de una hora en los jardines de las Tullerías, en una silla-tumbona, al borde del estanque donde los niños juegan con unos barquitos que se mueven con el viento. Aproveché para escribir postales, una actividad que me encanta cuando viajo ¡Qué placer no conocer a nadie! Allí sola, tan lejos de todo mi entorno, pero tan llena de sensaciones...

Pasé por la inmensa noria instalada en los jardines e incluso hice tres tiradas en un puesto de la feria para conseguir un osito para mi hija, sin conseguirlo; me marché antes de que la ludopatía hiciera presa en mí. Y volví al hotel, casi por el mismo camino, pues temía perderme, a pesar del plano, ya que mi sentido de la orientación es más bien desastroso. Eran las 4 de la tarde.

Continuará...
 



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