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Cocinero en Serie (Capítulo Vi, 1ª Entrega)


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Jordi Gimeno

La muerte de Llorenç, jefe ejecutivo de un lujoso hotel, ha destapado la existencia de un loco asesino de cocineros. La entrega anterior nos trajo el momento en que un Pere de mediana edad conseguía un empleo en el restaurante de la universidad. La nueva víctima de Pere será un cocinero mediático



A ese nuevo cocinero ya lo tenía muy visto, aunque no había hablado nunca con él pero el tipo aparecía constantemente en televisión e incluso tenía un programa semanal de radio, por lo que su cara y su voz le eran muy familiares. Una personalidad que le asaltaba sin avisar en cualquier quiosco o librería. Un nombre que cualquiera citaba cuando la palabra cocina aparecía en una conversación. Pero a Pere más que admiración, le ponía nervioso y por eso había llegado el momento de vengarse. A él le daba igual si era o no era el mejor cocinero del país, pero seguro que mucha gente sentiría su muerte.

Los medios de comunicación, en un primer momento, trataron el tema de Llorenç como un caso aislado, convencidos de que algo o alguien les llevaría hasta el asesino. Pero viendo los pobres resultados, empezaron a divulgar la historia del carnicero en serie. Durante unos días todo el mundo habló de eso, pero pasado el furor inicial, y sin nuevas muertes, la cosa desapareció de las páginas y las conversaciones. Era evidente que sólo con sangre la masa reaccionaba; pues sangre les daría. Se sentía muy libre papa poder seguir trabajando ya que no había sentido las más mínima sombra policial tras él, seguramente no sabían ni que existía y, si todo iba como hasta ahora, no lo sabrían nunca.

Los periódicos adjudicaban al asesino en serie sólo tres muertes y eso le molestaba; a lo mejor, un día enviaba una nota a la prensa aclarando el fin de Rita y de Marc, a lo mejor pero no aún. Se rió mucho con el retrato-robot que publicaban al lado de la noticia; no se parecía en nada a él, el dibujo lo hacía más alto, más fuerte y le regalaban quince centímetros de altura i más cabello. Eso era sin duda, el poder de la muerte.

Pere tenía muy claro que su éxito radicaba en saber parar a tiempo pero bajo ningún concepto iba a quedarse a medias; tenía que ir paso a paso, y por eso marcó el número del restaurante ?Angel Murés?, extraña costumbre ésta y cada vez más creciente, la de llamar al local con el nombre del chef. A pesar del teléfono, pudo notar en el camarero la sorpresa que le produjo el número de comensales, no debía ser muy habitual recibir a gourmets solitarios en esa masía centenaria y capital de la vanguardia gastronómica, punto de referencia para cualquiera que pretendiera estar al día y tuviera dinero suficiente. El éxito era tal que no había sitio hasta dentro de tres semanas, el sábado 27 de julio. Un pelín demasiado tarde pero no tuvo más remedio que resignarse y aceptar. Dio un nombre que más bien parecía una parada de metro y colgó.



A pesar de todo, no le iría nada mal un descanso, un poco de tiempo libre para aparentar la vida de siempre ante los vecinos y, sobre todo, ante Marina. Seguro que nadie se imaginaba nada, pero tanta salida de fin de semana y tantas llegadas intempestivas no era lo más habitual en un jubilado. Y así lo hizo. Pasó unos días la mar de tranquilos, la mar de normales, y un atardecer, paseando con su mejor amiga, llegó a olvidar durante unos minutos el trabajo que tenía pendiente. Pero la soledad de su habitación y esa bombilla que no sabía si fundirse o seguir encendida le devolvieron su realidad sangrienta y volvió a pensar y a descartar mil maneras de matar.

Angel Murés, desde que hacía ese programa, odiaba los domingos pues la emisión era en directo por las llamadas de los oyentes, mujeres y viejos la mayoría, y no habían encontrado mejor hora que la que iba de nueve a diez, entre la misa y un programa de viajes. A Angel nunca había estado demasiado interesado en el mundo radiofónico, pero la oferta fue imposible de rechazar. Afortunadamente un buen equipo humano le montaba casi todo el programa; Raquel, la productora, era una trabajadora incansable y muy exigente con todos menos con él, que por algo era la estrella y por eso podía llegar media hora antes de salir en antena, con el tiempo justo de echarle un vistazo al guión y escuchar una batería de instrucciones. No le gustaba demasiado hablar por las ondas y en su interior era muy consciente que los primeros programas fueron un desastre, a pesar de que nadie le dijo nada. Ahora ya lo tenía más controlado y, como pasaba en su cocina, sólo él se llevaba los elogios.



Poca cosa hubiese hecho Angel sin su segundo, el fiel Ramón, el único capaz de plasmar en un plato siempre delicioso los disparates más grandes que podía imaginar su excéntrica mente. El único capaz, también, de hacer funcionar a esos jovencitos que se peleaban por trabajar, gratis, al lado del gran artista. Si un día Ramón le hubiese pedido el doble, Angel no hubiera tenido más remedio que dárselo, por fortuna, el cocinero tenía los quebraderos de cabeza típicos de un padre de familia y no se había dado cuenta.

Lo que más odiaba del programa eran las llamadas en directo, por dos motivos, el primero porque debía mostrarse amable y atento aunque no le apeteciera y el segundo, porque a menudo se colaban detractores con el único objetivo de preguntarle cosas de difícil respuesta, para dejarlo en evidencia. Suerte que el gran Angel tenía ese pico de oro que siempre lo salvaba y que tanto le ayudó a subir. Ya podían llamar esos envidiosos, que no le amargarían el día, esa mañana estaba contento porque sólo quedaban tres programas para terminar la temporada y, además, ese año por primera vez, como los buenos, cerraría el restaurante en agosto. Ya tenía un par de billetes para ir a América a hacer una ruta gastronómica con Eva, su nueva compañera.

Continuará...


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