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Narrado en 2009 y todo es igual

Recetas para una Crisis



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Andoni Sarriegi

¿A quién espanta una crisis? Que un sistema basado en el utilitarismo, en el mero provecho económico, en la patatilla sabor jamón y en el siempre escamado y roñoso individualismo esté en crisis, es algo que merece celebrarse, lógicamente en torno a una buena mesa y con vino de la tierra bueno y abundante. No hay crisis que por bien no venga y que no se merezca un trago. Esta sería la primera receta o prescripción: no dejar de gastarse esas cuatro perras (las mejores) en ir al bar de la esquina a comentar la jugada (la de los bancos y la última de Iniesta) con conocidos y desconocidos. Yo, que soy gourmet por vocación autodestructiva, prefiero mil veces un buen bar a cualquier restaurante: no hay color. De acuerdo, por tanto, con los políticos que mandan (lo que les mandan): hay que consumir, comprar, gastar alegremente, pero sólo en chatos de vino. Para coches y pisitos, no nos queda.


De entrada, festejar que la bendita crisis interplanetaria haya hecho estallar la burbuja gastronómica, valga esta expresión para entendernos pese a ser radicalmente falsa, pues equipara algo tan amplio como la gastronomía al sector empresarial de la restauración. Luego volveremos sobre esta falacia reduccionista. Los precios de los restaurantes, decíamos, se habían subido a la parra, y hasta a la punta del abeto, y se había impuesto el elitismo y entronizado la exclusividad. Todo ello con la consiguiente pedantería, sobre todo la que rezuma el mundo del vino en dicho ramo. Digamos de una vez lo que ninguna eminencia del trago ha dicho todavía: que el vino sabe a vino, ¡vive Zeus!, y no a mermelada de arándanos con jengibre. Y celebremos, por tanto, que el restaurante deje de ser ese lugar donde todo te cuesta tres veces más que en casa y donde, sin venir a cuento, de pronto te saluda un señor con gorro. Otra cosa digna de un chin-chin: la vuelta del respeto al producto, sobre todo al producto pobre y sostenible, en menoscabo de las texturas y del manido repertorio de viandas gourmet, con el dichoso foie y la delicada vieira a la cabeza.

Hablando de texturas, nada más y nada menos que Ferran Adrià recomendaba hace poco en un congreso gastronómico, como remedio para capear la crisis, ?comer más en casa?. No es un consejo ni brillante ni sesudo, pero provoca y da en el clavo. Por alargarlo un poco, habría que ver qué es lo que ha de comerse en casa para que el coste no exceda de los dos euros diarios per capita, cifra que el cocinero catalán apunta como posible. Nuestra receta: dejar de hacer la compra en supermercados y grandes superficies, típicos negocios donde lo barato sale caro. No hay más que artículos embolsados, conservados a base de aditivos (tan legales como letales) e importados desde los lugares más remotos. Productos cuyos rasgos principales son la nocividad y la insipidez, y que, por tanto, no alcanzan, ni de lejos, la categoría de alimentos. Eso sí, el packaging, tan rústico como precioso. Y siempre algún reclamo de salud, prueba inequívoca de que no alimentan un carajo, como bien explica el periodista Michael Pollan en su ensayo In Defense of Food, altamente recomendable. Por decirlo más rápido: malo, bonito y barato. Tampoco se salvan muchas tiendas de organic food, donde el porcentaje de género fresco suele ser ínfimo, por no decir simbólico.



La vuelta al mercado municipal de barrio o de la plaza del pueblo, al colmado de alimentos (no ultramarinos ni coloniales), al pequeño comercio (en que priman el oficio y la comunicación) o, mejor aún, el trato directo con los productores y la participación en cooperativas de consumo responsable son alternativas reales con que evitar esa misteriosa inercia que nos empuja a consumir bazofia asequible. En su ensayo Bueno, limpio y justo, base del movimiento social Slow Food, el sociólogo Carlo Petrini apuesta por la conversión del consumidor en coproductor y cita una lúcida afirmación de Wendell Berry, poeta y payés de Kentucky: ?Comer es un acto agrícola?.

Al implicar responsabilidad en la elección, comer no es un acto maquinal de mero consumo. En este sentido, habría que revisar el presupuesto mensual dedicado a alimentación, que suele ser muy escaso, sobre todo si lo comparamos con otros gastos, véase móvil, gasolina o pay per view. No se trata de gastar poco en la cesta de la compra, sino más y mejor, consumiendo productos locales de temporada. Otra cosa que puede hacerse es emular a Obama y montar un huerto en la bañera o en el balcón de casa (ya hay cursos para urbanitas sobre esta práctica). El bidé, ese objeto enigmático, puede destinarse al cultivo de hierbas aromáticas.

En lo que atañe al ejercicio del, así llamado, periodismo gastronómico, se agradece enormemente la caída en inversión publicitaria por parte del sector restauración. Por intereses comerciales, la mayoría de publicaciones centra sus contenidos gastronómicos en información sobre restaurantes, por regla general críticas complacientes, trágicamente cursis y paniaguadas, sobre establecimientos que cotizan, esto es, clientes. El modulito publicitario se convierte así en el gran enemigo de cualquier periodista independiente, por lo que cuantos menos anuncios, tanto mejor. Pero todo esto sucede porque, como apuntábamos al comienzo, se identifica gastronomía con restauración y, como consecuencia de este fraude intencionado, los críticos gastronómicos se mudan en críticos de restaurantes. Y por muy críticos y honestos que sean, pasan a formar parte, a veces sin darse cuenta, de una engañifa en que prevalecen de forma aplastante los intereses de restauradores y editores sobre los del lector. Hasta en las revistillas con pinta de alternativas se te sugiere que ofrezcas un trato privilegiado o preferente a los anunciantes. La más clara manifestación de todo este chanchullo son las comidas o cenas organizadas por restaurantes, sainetes en que comparten mantel ?por supuesto, en calidad de invitados? redactores y comerciales con piel de cordero, es decir, comerciales que, en el culmen del paripé, se hacen pasar por periodistas. Pero por mucho que se camuflen y desdoblen, compadreando con chefs y patrones, nunca podrán estar en misa y repicando.

A modo de coda, tres conclusiones y una aclaración final. Una cosa es la restauración, que no es más que una actividad económica más, y otra muy distinta la alimentación. El único periodista fiable es aquel que se debe sólo a los lectores, si es que alguien le lee. Y tres: no se aprende casi nada de gastronomía peregrinando de mantel en mantel, al vaivén de un tejemaneje carca y petulante como el descrito. La aclaración: nuestro trabajo es motivo de envidia casi general y la verdad es que puede ser muy divertido, pero no es menos cierto que uno se cansa enseguida de comer ?normalmente en solitario o en un ambiente de lo más fatuo? gambas del Cono Sur congeladas con profident de wasabi.



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