Desde el primer tercio del siglo XVIII sólo ha cerrado durante tres meses y medio, concretamente en el plazo que fue desde mediados de marzo a primeros de julio de este año execrable.
Desde el primer tercio del siglo XVIII sólo ha cerrado durante tres meses y medio, concretamente en el plazo que fue desde mediados de marzo a primeros de julio de este año execrable. Lo que no consiguieron las tropas napoleónicas echadas de a montón sobre Los Madriles, el furor sañudo y homicida de Fernando VII, los tantos levantamientos y las asonadas de san Pascual a san Gil, la “Gloriosa” de 1868 o la cruenta contienda que siguió al Golpe de Estado de 1936 dejando Madrid sitiado y abandonado en manos del pueblo, lo alcanzó la pandemia del Covid-19.
El local se llama Botín o Sobrino de Botín y es casa fundada en 1725, lo que en el Libro Guiness de los Records le faculta para ser considerado el restaurante más antiguo del mundo y número tres en la lista de los “imprescindibles” de Forbes.
El coronavirus se las agenció para cerrar sus puertas, pero no pudo apagar la llama eterna de la menorá gastronómica; el horno de leña donde se asan cochinillos abulenses o segovianos y corderos arandinos, porque uno de los empleados del local se ha encargado de encenderlo cada día de confinamiento forzado, a la espera de tiempos si no mejores más desescalados.
Instalado en el número 17 de la calle Cuchilleros y en un caserón de cuatro plantas con fachada enladrillada al uso de los siglos del Oro y de las hambres calagurritanas, al fondo del comedor de la planta de calle tiene un espejo donde el visitante y futuro inmediato comensal puede contemplarse con un fondo por donde pululan Benito Pérez Galdós en su centenario y del brazo de Fortunata y Jacinta; Ramón Gómez de la Serna ligeramente alejado de su Pombo y su ron Negrita para entrar en el templo donde se asan cosas nuevas en cazuelas antiguas; Truman Capote compuesto y a sangre fría; Indalecio Prieto entre sus memorias de exilio mexicano y la morriña del bulevard perdido; Graham Greene regalándose con un asado antes de mercar calcetines morados; Carlos Arniches, chulapón, sainetero y castizo; o Nieves Herrero observando a Dominguín y a la Gardner como si no hubiera un mañana.
La lista es sólo un somero apunte, un endeble y lábil trazo del vigorosísimo mosaico humano de intelectualidad y poder planetario que a lo largo de los siglos se ha sentado a las mesas de Botín.
Con todo, diríase que el momento estelar es aquel con el que concluye Fiesta/The Sun Also Rises, la novela de Ernest Hemingway. Jake Barnes, periodista estadounidense incapacitado sexualmente tras ser herido en la Primera Guerra Mundial, intenta seducir a la hermosa Brett Ashley, que fue su enfermera y a quien ha reencontrado en París tras la contienda. Es un amor puro y genuino, sublimado e imposible de consumar que deja su metáfora en la mesa: “Comimos en Botín en el comedor de arriba. Es uno de los mejores restaurantes del mundo. Tomamos cochinillo asado y rioja alta. Brett no comió mucho. Nunca comía mucho. Yo comí un buen almuerzo y debí tres botellas de rioja alta”.
Ahora, en Botín se puede gozar del cochinillo con el que se regalaba Hemingway o de la Tarta Botín con la que se hacía agua la boca de Galdós, pero también de otros suculentos asados, de Sopa de ajo con huevo, de Callos a la madrileña, de Queso puro de oveja y de bastantes más cosas que han quedado en la carta reducida por las circunstancias pero abundante y altamente representativa. Botín sigue siendo sitio para regalarse con bocados de cocina auténtica. También para comer y beber la historia a grandes tragos.
Pedro Manuel Collado CruzLa cocina para mi es producto bien tratado sin enmascarar sus sabores, cocina de verdad de antaño con un toque diferente 1 receta publicada |