A través de 294 páginas la nueva publicación de Mugaritz invita a romper moldes y trazar sus líneas de futuro
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práctica, nos reunimos todos en la cocina de Mugaritz y nos llevamos a la boca una pequeña cinta impregnada con feniltiocarbamida. Resultó que tres de nuestros chicos no percibían el amargo. Entonces fuimos conscientes de la razón por la cual había compañeros que no soportaban el café concentrado y que, por tanto, valoraban los sabores de forma distinta al resto del equipo. Lo mismo pasa si nos ponen delante una muestra de la hormona androstenona: según los receptores de cada cual, habrá quienes identifiquen notas animales y quienes perciban, más bien, olores a flores blancas.
En un plano quebradizo como el de los hábitos culturales, no sorprenderá tampoco que haya quien se deleite ante un bol de hormigas chicanas, pero al mismo tiempo haya quien sienta náuseas, condicionado por aversiones aprendi- das. Yendo más allá, ¿qué determina, por ejemplo, que algo nos parezca salado? ¿Por qué el queso azul, el bacalao o el jamón ibérico pueden tener una nota subida de sal y ser apreciados, pero un plato que probamos al azar, con ese mismo matiz, nos parece “pasado de sal”? Frente a los espejos de la memoria, pocas cosas serán tan placenteras como los bocados que recuerdan a los pucheros de la abuela.
Si todas estas variables son válidas (aunque no por ello totémicas), ¿cómo construir algo que funcione y desde qué perspectiva se supone que debe funcio- nar? ¿Se puede levantar algo firme sobre una base tan inestable e impredecible?
En Mugaritz echamos leña a este fuego. Proponemos convertir la palabramenú en una secuencia modelada y elástica de episodios en la que vamos concatenando elementos que emergen de un trabajo colectivo, con el que nos entretenemos más descosiendo ataduras que abotonando expectativas, invitando a nuestro público a emprender “un viaje” cuyo hilo conductor (si es que lo hay) quizá no sea otro que el de las ausencias.
Todo se inicia con una mesa en blanco, con una superficie desnuda, detrás de la cual permanecerá invisible la complejidad de nuestros procesos, de modo que el comensal cuente con el espacio (y el silencio) que necesita para decodifi- car lo que recibe y participar de un relato frente al que habrá de elegir constantemente si comer o beber (someterse) o aprovechar para proyectar sobre el mantel posibilidades que rebasan la lengua (liberarse).
Prescindimos cada vez que podemos de los cubiertos. Invitamos a comer con las manos (receptoras privilegiadas de temperatura y textura), así como con con el cuerpo. Delante de eso que cuesta coger de forma aprendida, de eso que se desbarata u obliga a improvisar comportamientos, es fascinante ver a las personas implicando intuitivamente sus gestos: chupando, lamiendo, sorbiendo o incluso persiguiendo un bocado como lo haría un niño si decidiera comer la cereza que cuelga de un árbol.
En 2017 dejamos de hablar de postres (entendiendo por postres aquellos dulces o frutas que normalmente se sirven al final de una comida). No nos peleamos con ellos, pero sí con el mandamiento. Para dar este paso, tal vez solo nos faltaba considerar el dulce como un sabor más dentro de la paleta de recursos con los que punteamos lo que ocurre alrededor de nuestros manteles, considerando innecesarias las etiquetas o los apartados que en otro tiempo creíamos que debíamos respetar. Ahora nos anima más repensar paradigmas y disfrutar de situaciones independientemente de dónde aparezca lo dulce o lo salado, lo caliente o lo frío, un pescado o un helado.
Como hemos dicho, nuestra comida aspira a tener, sobre todo, sentido. Y muchas veces ese sentido lo sugerimos desde atributos que nos obsesionan tanto
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Pedro Manuel Collado CruzLa cocina para mi es producto bien tratado sin enmascarar sus sabores, cocina de verdad de antaño con un toque diferente 1 receta publicada |