Entre tantos cocineros virtuosos de tiempos pretéritos en los que cada uno tenía su “mano” especial y dotadísima para guisos o recetas concretas en cuyo arcano de punto habían penetrado, la gran mayoría pasaron desapercibidos, básicamente porque el grueso de la comensalía era escasísimo y poca cosa podría hacer por divulgar su figura y porque en general solo sabían bordar ciertas suculencias. Ahora todo ha cambiado, porque, de un lado, los gastrónomos, gourmets, foodies, blogueros de la cosa, tripAvisadores, tenedoristas o atrapalodistas, son tantos como los inscritos en el Registro Civil, y por otro porque los chefs de escuela, másteres, pompa y circunstancia han obtenido la rara capacidad de dominar todas y cada una de las suertes culinarias que lidian, sean estas a base de arroces, guisos, asados, fritos, aliños, sopas, poques, noris, macas, kobes, kome-kogis o quinoas que se les pongan por delante. Dicho en breve, los cocineros y chefs de ahora no se forman en un oficio, sino que aprenden el lenguaje de la zarza ardiente del monte Horeb o Sinaí, incluyendo el: “Soy el que soy”que aparece en Éxodo 3:14, en la Enciclopediade Cosme el Hagiopolita y en La cocina de la Libertadde Rafael Ansón.
Pues héteme aquí que uno de aquellos tantos cocineros virtuosos de tiempos pretéritos con mano dotadísima, en su caso palma y dorso para el Bacalao a la vizcaína, fue Epifanio Huerga Fernández, al que creo que la mayoría conocimos en la lectura del magnífico libro El cocinero de Azañade Isabelo Herreros.
Nacido en Algadafe, León, en 1899, aún niño se trasladó como tantos a la capital, en busca de mejor fortuna y no tardó en hallarla en la cocina de una taberna llamada entonces La Fama, en la calle Claudio Coello, 41, cuyo local sigue existiendo con el nombre del L’Entrecòte. Allí, además de fogones, perolas y demás adminículos estaba Elisa, hija de los propietarios, con quien Epifanio no tardó en contraer matrimonio del que resultaron los frutos de tres hijas y una excelente capacitación profesional, que por azar conoció la Marquesa de Argüelles, a cuyas cocinas del Palacio de la Huerta fue a parar. Era entonces un magnífico edificio que había pertenecido a Antonio Cánovas del Castillo y que luego la piqueta inmisericorde franquista derribó en 1950 para construir la Embajada de los Estados Unidos de América, para los americanos que llegaban a España gordos y sanos, viva el tronío y viva un pueblo con poderío.
El caso es que la señora Marquesa debió ver singulares cualidades en Epifanio pues le envió a estudiar y perfeccionar el arte culinario a la Maison Tournier de Saint-Tropez. De vuelta a España y tanto por las desavenencias con el servicio de la Marquesa como por las continuas recomendaciones de los nobles y altoburgueses que solían acudir a las cenas de palacio, aceptó la oferta de L’Hardy, donde su Bacalao a la vizcaína se hizo una de las grandes estrellas del local entonces más lujoso y gourmet de Madrid.
Y por allí andaba el buen cocinero leonés cuando en la primavera de 1936 dos altos funcionarios de la Presidencia de la República, pidieron entrar a la cocina para felicitarle por su alta hechura coquinaria y de paso ofrecerle el puesto de cocinero jefe del presidente de la Segunda República, Manuel Azaña, cuya afición al Bacalao a la vizcaína y a los salones de L’Hardyeran de sobra conocidas. Epifanio se echó mano a la cartera que llevaba en el bolsillo del pantalón y sacó dos carnets, uno de la UGT y otro de Izquierda Republicana, el partido que Azaña había fundado dos años antes. Así que sin pensárselo dos veces se quitó el mandil y se fue en compaña de los funcionarios al Palacio Real, rebautizado como Palacio Nacional a donde se había trasladado a vivir Azaña. Su trabajo en las cocinas palaciegas duró poco porque poco más o menos a los dos meses un grupo de generales se sublevó contra el Orden Constitucional, dando comienzo a la llamada Guerra Civil Española.
Epifanio se trasladó a Valencia cuando así lo decidió el Gobierno y en 1939 consiguió huir hasta Francia junto al escaso séquito que le iba quedando al Presidente. En la madrugada del 10 de julio de 1940 los contingentes nazis de lea Gestapo que operaban a sus anchas en la Francia de Vichy entraron como vándalos en el pueblo de Pyla Sur Mer y detuvieron a todo republicano español que fueron encontrando: Cipriano Rivas Cherif, Julián Zugazagoitia, Lluís Companys… y, por supuesto, Epifanio Huerga Fernández.
Huerga fue trasladado a la Dirección General de Seguridad de Madrid y después a la Cárcel de Porlier, oficialmente, Prisión Provincial de Hombres número 1. Para su fortuna, la Marquesa de Argüelles se enteró del suceso y empezó a remover Roma con Santiago para sacarle de aquel infierno, en el que muy probablemente hubiera perdido la vida.
Finalmente, en 1942 consiguió que se le concediera la libertad provisional, y atendiendo a la peligrosidad de tal provisionalidad José María de Areilza, entonces embajador de España en Argentina e íntimo amigo del hijo de la condesa, consiguió que le autorizaran a llevársele como cocinero de la Embajada en Buenos Aires, donde en paz terminó sus días.
Pedro Manuel Collado CruzLa cocina para mi es producto bien tratado sin enmascarar sus sabores, cocina de verdad de antaño con un toque diferente 1 receta publicada |