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Los Chipirones Son para el Verano



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Paul Ibarra - Restaurante Etxanobe

 


Serían las seis y cuarto de la mañana cuando Antonio se embarcó entre bostezos en el ?yuyuba?. En el velero le esperaba hacía un rato el patrón, Jesús Montuno, Castreño de pro, ex?contable, cocinero vocacional, amante del mar y buen tipo del que algún día habremos de contar la increíble historia que le metió en el mundo de los pucheros.

-Llegas tarde, para cuando lleguemos los jibiones ya se habrán ido a dormir ?espetó Jesús.
-Lo siento, se me pegaron las sábanas.

El velero cruzó la bocana del puerto de Castro y desplegaron el velamen. Haciendo honor a su sobrenombre ?el rallito del cantábrico?, surcaba el mar a todo trapo buscando el lugar adecuado para la pesca del chipirón, o quizás al estar en la costa cántabra sea más correcto decir del jibión.

Tras hora y media de navegación Jesús aminoró la marcha, viró a babor, poniendo la embarcación de cara a la costa, comprobó mirando tierra firme que estaban en el lugar deseado y echó el arpeo.

- Este es el cantín
- ¿El cual?
- Mira, ¿ves aquella peña junto al Serantes?, pues es la ?cagadina 2?, y si miras hacia al frente verás en la costa un monte agujereado como un queso grouller, es saltacaballos, o lo que es lo mismo, la referencia llamada ?campoequerra?. Nosotros nos encontramos en la intersección de dos líneas imaginarias que parten de esos dos puntos, es decir en el cantín ?campoesquerra-cagadina 2?, ¿me explico?
- Más o menos.
- Pues ala toma, si quieres aprender a pescar jibiones aquí tienes la potera -dijo Jesús dándole a Antonio una pita que terminaba en unos 20 anzuelos de vivos colores- la historia es que tú la lanzas al mar y vas pegando tirones hasta que notes resistencia, que querrá decir que han picado, cuando pase esto me avisas que voy a echar una cabezada.

Sobre las 11 el rallito arribaba a puerto y Jesús tuvo que hacer un par de gestiones con unos pescadores de verdad para que su amigo no se volviera con las manos vacías.

Por su parte Antonio, feliz como un niño tras la experiencia, había decidido colgar la potera en una de las paredes del salón de su casa como recuerdo de aquella memorable mañana.

Cuando hablamos de calamares nos referimos a una especie de cefalópodos que abarca desde las diminutas puntillas hasta los gigantescos y misteriosos calamares gigantes de más de 15 metros de longitud que han ayudado a crear el mito del temible monstruo marino ?kraquen? que cuando era molestado por algún marino impertinente, alzaba sus tentáculos y en un pis-pas arrastraba a los barcos a lo más profundo del mar.

Aunque a nosotros los que nos atañen aquí son dos tipos:

- Los pequeños que pueden ir del tamaño de un dedal a de los dos o tres bocados
- y los que en el país vasco llamamos begi haundi, más o menos de un palmo.

Dos maneras de comerlos con matices y texturas muy diferentes sobre los que jamás me atrevería a dictaminar cuál es mejor.

Los calamares deben su nombre al parecido existente entre su concha interna y una pluma de escribir o cálamo.

Técnicamente existen solo dos posibilidades a la hora de preparar el chipirón, y cito a Harold McGee: ?se deben cocinar o bien breve y escasamente para evitar que las fibras musculares se endurezcan, o bien durante mucho tiempo para disolver el colágeno. Si se cocinan rápidamente a 55-57ºc, su carne se queda húmeda y casi crujiente. A los 60ºC se enrosca y se encoge, porque las capas de colágeno se contraen y exprimen la humedad de las fibras musculares. Si se cocinan suave y continuamente durante una hora o más, el colágeno duro y contraído se disuelve y forma una gelatina, dando a la carne una suculencia sedosa?.

Tras lo cual debemos adentrarnos en el misterio de su salsa. Ya lo decía Don Gregorio Marañón en el prólogo que escribiera en 1933 para el libro-recetario la cocina de Nicolasa: ?El plato vasco es, ante todo, la salsa; la salsa roja, o verde, o negra, de preparación concienzuda y lenta, sabrosa y sutil a la vez? y es que el ilustre doctor, gran gastrónomo y veraneante de la bella Easo tenía gran afición por el unte, y devoraba insaciablemente los diminutos y suculentos chipis en su tinta que bordaban para él en el restaurante Nicolasa.

Y es que esta salsa negra transforma la tinta defensiva y tóxica del cefalópodo en un sabroso y aterciopelado manjar, que atrae con devoción a quienes lo conocen y espanta a turistas milindris, siendo junto con el pil-pil posiblemente una de las aportaciones más originales y espléndidas de la cocina vasca.

Es difícil encontrar un instante de mayor satisfacción que en el que tras untar la dichosa salsa, no nos queda otra que sonreír bobalicones con nuestras fauces teñidas de negro.

Dejemos ahora por un momento aparcada la fórmula de los chipirones con su omnipresente salsa, como hicieran antaño en el ya desaparecido bar Pelayo de la villa marinera de Getaria, cuyo patrón, un verano en el que las capturas de chipirones fueron abundantes, y harto ya de comerlos en su tinta, le pidió a su mujer que se los preparara de otra manera, alumbrando ésta los chipirones con cebolla confitada o lo que es igual los chipirones Pelayo, que desde entonces han rivalizado en fama y popularidad la fórmula tradicional.

Cuando en junio los primeros chipirones llegan vivitos y coleando a la cocina, se arma un gran revuelo entre los cocineros, que no nos cansaremos nunca de observar a estos bichos crepitantes, con sus puntos que palpitan, rezumando frescor y presagiando la cercanía de un verano feliz.
 

 



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