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La Pipirrana Del "Dos de Oros"


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José María Suárez Gallego



Era Venancio Varea un zagalón cuya miopía le había librado de ir a servir a la patria con su quinta. Sus gafas, acusadamente redondas, atesoraban un sinfín de dioptrías en los muchos círculos concéntricos de sus cristales, lo que había hecho posible -según me contó él mismo- que se le conociera desde niño en su pueblo con el apodo del ?dos de oros?. La similitud que los gruesos vidrios guardaban con las monedas del naipe homónimo de don Heraclio Fournier, hizo el resto a favor del sobrenombre.

En los tiempos de la leche en polvo y el queso americano, allá por los años cincuenta y tantos, cuando los mozos de su edad volvían licenciados de servir en África dispuestos a buscarse la vida, Venancio Varea abrochó la enorme correa que abrazaba su maleta de madera y dejó su pueblo -el nombre no viene al caso porque el pueblo de la desesperanza tiene siempre infinitos nombres-, y en el primer tren que salía hacía el norte probó por primera vez el sabor ácido a lejanía que destilan los filos cortantes de la palabra emigración.

Era Venancio Varea muy miope, pero voluntarioso en cumplir escrupulosamente con sus tareas, lo que hizo que llegara pronto a ser cartero en un pueblo de Álava, curiosamente próximo a la fábrica de los naipes que le habían dado el sobrenombre. Ironías de la vida, se dijo en más de una ocasión. Sea como fuere conoció a una buena mujer de Rentería, formó su familia, tuvo tres hijos, uno de ellos un notable médico hoy en Pamplona, y entre días lluviosos y multitud de caminos recorridos en bicicleta, fue haciéndose viejo entre caserío y caserío. Hizo amigos con los que tomar chiquitos, compartir pinchos y entonar canciones de parranda cantadas en euskera, no teniendo en todos esos años otro dolor ni otro achaque que el estar lejos de su pueblo y de su tierra del sur.



Se jubiló no hace mucho, antes que Amaya -su mujer- lo hiciera prematuramente viudo una sombría tarde de febrero. Solo, con sus gafas exageradamente redondas y de infinitos círculos concéntricos, con sus hijos instalados en sus vidas y en sus menesteres, regresó a su pueblo -el nombre no viene al caso porque siempre el pueblo de las esperanzas tardías ha tenido nombres imprecisos-.

Algunas veces he ido con él hasta la huerta en la que pasó su infancia, hoy en manos de un sobrino. Y bajo el chozo de cañizo donde en el verano se refresca el botijo y anidan las avispas, cuando cae la tarde, toma una cazuela de madera con casi tantos años como él, y en su fondo, con rabia, apretando la mano del mortero, machaca un diente de ajo con toda la parsimonia que el ritual requiere, y le va agregando, poco a poco, un hilillo de aceite de oliva hasta que tome cuerpo la salsa. Después añade los tomates, entre verdes y rojos, pelados y muy picados, y sigue majando. Agrega también un poco de picadillo de pimiento verde, no mucha sal, poco vinagre y más aceite. Y sigue majando mientras mira a lo lejos, donde se pone el sol cada tarde, y tras sus gruesos cristales naufragan dos lágrimas en los surcos de sus mejillas hasta caer en el fondo de la cazuela de madera. Una lágrima es amarga como el tiempo que se nos va en el suspiro que llamamos vida. La otra es agridulce, pues a pesar de los muchos años, Venancio Varea sigue siendo aquel "dos de oros" -zagalón casi cegato- que descubrió de niño el paisaje íntimo que cabe en el fondo inmenso de una cazuela de palo acunada en sus manos. Manos tan viejas ya como el mismo mundo, pero tan verdaderas como el pan que para mojar aceite acude tembloroso y torpe al plato, y tan entrañables y ciertas como la caña que, coronando el cuello de la botella, sigue repartiendo el vino a caliche entre sus amigos en paz y como hermanos.



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