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Un origen milenario de la época greco-romana

Ajoblanco: la Crema Fría Más Bella Y Elegante, Propia de un Diseño de Armani



Ajoblanco decorado con uva negra e higos de la Alhambra


Carmen Pérez Basanta



El ajoblanco, entre todas las joyas frías de la cocina andaluza, brilla con una luz especial. Hermana del salmorejo, aunque con un alma distinta: sustituye el tomate por la almendra y conserva la técnica antigua del majao, que remonta sus raíces a la Grecia o la Roma clásica. Me fascina este brebaje frío, por su sencillez y una belleza que conmueve, y porque su frescor suave y delicado es un bálsamo contra los veranos cada vez más abrasadores que nos están tocando vivir.

 

Aunque el verano se despide y, como dice Sabina, “el otoño dura lo que tarda en llegar el invierno”, no quiero dejar de prepararos el maravilloso ajoblanco de mi casa, que siempre causó admiración. Esta receta no es de mi cosecha, sino de Teresa (DEP), la muchacha que trabajó en mi casa de Granada durante más de 3 décadas; y he evocado reiteradamente en mis libros como coautora de varias recetas. Ante todo, tengo que agradecerle su entrega y cariño, y hoy me siento afortunada de haber contado con tan excepcional guía gastronómica, y para sorpresa de todos: ¡sin apenas saber leer! Fue además la maestra generosa que me abrió las puertas de la cocina andaluza popular, en especial de aquella impregnada del perfume y la sabiduría de la tradición árabe-nazarí. No en vano, Teresa era vecina del Realejo, el barrio granadino por excelencia, donde aún laten las esencias de ambas culturas.

De entre los muchos platos que salían de sus manos —auténticos, hondos, irrepetibles—, el gazpacho, el salmorejo y, sobre todo, el ajoblanco ocupaba un lugar sagrado. Yo nunca supe qué admirar más: si el amor y el mimo con que los cocinaba —o esa entrega que solo se puede definir como “la pasión por la cocina”—, o el gracejo andaluz con que narraba cada receta, salpicado de refranes y giros sabrosos, como si fueran cuentos heredados de la Granada de Washington Irving. En sus palabras había alegría y chispa, pero también se adivinaba la huella de la tragedia que marcó su vida: la muerte de su padre, banderillero, en la plaza de toros de Granada, que dejó tras de sí seis hijos y una familia abocada a la miseria.

Su ajoblanco, brillaba con una luz especial; y no tenía nada que envidiar al que hoy se sirve en los grandes restaurantes de Nueva York, y se alaba como una de las grandes sopas frías mundiales. Hermano del salmorejo, aunque con un alma distinta: sustituye el tomate por la almendra y conserva la técnica antigua del majao, que remonta sus raíces a la Grecia o la Roma clásica. A mí me fascina, porque su sencillez encierra una belleza que conmueve, y porque su frescor suave y delicado es un bálsamo contra los veranos cada vez más abrasadores, que nos está tocando vivir.

Origen del ajoblanco

No puedo resistirme a hacer, aunque sea a vuelapluma, un repaso histórico de esta sopa milenaria. El ajoblanco hunde sus raíces en la Roma antigua, y ya Virgilio, en Las Geórgicas y Las Bucólicas, aludía al majado de ajos como base de sopas y aliños. Ese salmorium —mezcla humilde de aceite, agua, vinagre, pan y ajo— es sin duda el antepasado directo de nuestro ajoblanco.

Personalmente, reencontrarme con Virgilio a través de esta receta me resulta entrañable porque en mis años de estudiante tuve que leer La Eneida con lupa, y nunca imaginé que, décadas después, volvería a él por una sopa fría, en donde se asomaba un Virgilio doméstico, cercano, un personaje casi como Cunqueiro.

La tradición del ajoblanco viajó después al Al-Ándalus, donde se enriqueció con almendras, piñones o habas secas, hasta llegar a la Axarquía malagueña en el siglo XIX. Almáchar presume de ser su cuna, aunque también se preparaba en El Borge, Moclinejo, Vélez-Málaga o Benagalbón, siempre acompañado de uvas moscatel. Desde allí se extendió a Málaga capital y al interior, con variantes memorables como “el ajoblanco de habas secas” de Antequera.

La receta de mi casa: la herencia de Teresa

Después de recordar estos orígenes ancestrales, vuelvo inevitablemente a la receta que heredé de Teresa, procedente del barrio menestral del Realejo granadino. Ella repetía con gracia: “Todo el mundo hace ajoblanco, pero ajoblancos buenos hay muy pocos”. Y no le faltaba razón. El ajoblanco, como el gazpacho y el salmorejo, pertenecen a esa noble corriente culinaria del “menos es más” del psicólogo B. Schwartz, que defiende la sencillez de las cosas en pro de una vida más feliz, en contraposición con la tiranía de la superabundancia y exceso de la vida moderna. Así esta tendencia busca una cocina de pocos ingredientes, humildes incluso, pero que exige mimo, paciencia y productos de la mejor calidad para desplegar todo su sabor. Y no solo importa el sabor: el color era, para Teresa, un atributo fundamental. Tenía que ser “blanco intenso”, lo que ahora llamaríamos “blanco roto”. Ella insistía en que la belleza del plato empezaba por los ojos. (Creo, sinceramente, que todavía está por escribirse un tratado sobre la importancia del color en la cocina, que estaría ligado a la semiótica de la estética culinaria).

La importancia de la alquimia en la cocina para alcanzar la excelencia

A continuación, os brindaré unas pinceladas a los ingredientes de esta crema fría, que no eran cosa menor: había que calibrar con suma delicadeza las proporciones, porque un solo exceso podía arruinar la magia. Teresa, de entrada, se encendía cada vez que alguien creía que, por llamarse ajoblanco, aquello debía llevar montañas de ajo. ¡Error garrafal! —decía, golpeando la mesa con su cuchara de palo—. Nada más intolerable que un ajoblanco que no sabe a otra cosa que a ajo y que, para colmo, te persigue toda la tarde con su recuerdo. Ella era tajante: un solo diente bastaba y sobraba para un litro de agua. Ni más ni menos.

En cuanto a la almendra y al pan, no admitían discusión: ni mucha almendra ni mucho pan, sino lo justo. Yo, entonces, yo me preguntaba quién sería ese oráculo que dictaba la medida exacta de lo “justo”. Para Teresa estaba clarísimo: 200 gramos de almendra y la medida de pan, en equilibrio perfecto, como si fueran almas gemelas. Por supuesto, nunca los pesaba; sus manos sabían con precisión cuánto era suficiente.

El aceite debía ser un decilitro exacto, el vinagre, una cucharada de Jerez —“nada de esas folletás de Módena”, repetía con sorna—, y la sal, a gusto de cada casa. Pero más allá de las cantidades, lo esencial era la calidad: almendras recién cogidas del campo, escaldadas y secadas al sol del verano; pan de tahona, gallego o de pueblo, con su miga generosa; aceite amarillo como el oro, de confianza absoluta; y ajos nuevos, olorosos y firmes (y sin el germen de dentro). El agua, claro está, la de Granada, que consideraba la mejor del mundo.

El proceso era otra lección de paciencia. A Teresa le gustaba pasarse la mañana entera majando en el mortero, disfrutando del tiempo lento de la cocina. Yo confieso que he desterrado ese rito, convencida de que la minipimer ha hecho más por el feminismo que la mismísima Emmeline Pankhurst. Así que trituro las almendras en seco con el ajo, añado el pan humedecido, la sal, el vinagre y el aceite en un hilo constante, hasta lograr una emulsión sedosa como un alioli. Sólo entonces incorporo el agua helada, que ha reposado antes en la nevera, y bato sin descanso hasta que la crema adquiere la textura perfecta. Si queréis un ajoblanco muy especial, podéis añadir una o dos yemas al majado inicial: el resultado es espectacular, aunque en ese caso debe consumirse en el día.

Ahora a por los acompañamientos, los de siempre: frutas dulces que hagan olvidar el salado del gazpacho o el salmorejo. Teresa prefería la uva moscatel, yo me conformo con la roja cuando no es temporada. También le van de maravilla el melón, la manzana o, si hay suerte, unos higos dulcísimos que convierten el plato en un auténtico bocatto di cardinale. Jamón y huevo duro, en cambio, los descartaba sin contemplaciones.

“El ajoblanco de harina de habas secas” de la cocina de posguerra

Recuerdo también “el ajoblanco de harina de habas secas”, plato de la posguerra y de la economía de crisis, cuya maestría, en el caso de Teresa, se debía a la hambruna de la guerra española, pero en el fondo pensaba que: El hambre no se la lleva ni Dios ni el diablo y la pobreza volverá cuando menos lo esperemos. Y hablando de la cocina barata no podemos olvidar la cucina povera de Giulia Scarpaleggia —cuya filosofía está en hacer extraordinario “el uso de ingredientes humildes, verduras de temporada y técnicas de cocina sencillas, más una buena dosis de inventiva”—, lo que mi madre de forma más vulgar, definiría como “el arte de arreglárselas con lo que se tiene”. En definitivo, convertir lo cotidiano en extraordinario. A mí me apasiona la llamada “cocina pobre”, y gran parte de mis libros está dedicada a esos platos sencillos y económicos que tanto reconfortan.

[No quiero cerrar esta receta sin mencionar mi tercer libro electrónico, Caldos, sopas, potajes, cremas, gazpachos, salmorejos, ajoblancos y vichyssoises (Amazon Eds.), donde aparece esta misma preparación. En él se explica con detalle su elaboración, y se ilustra con esmero, la presentación del ajoblanco acompañado de distintas frutas, así como la importancia que adquiere el color en cada propuesta. Aunque quede feo hablar del precio de esta monografía, en este caso es un plus para el lector (9,90 EU, para 566 págs.)]   

COMENSALES
6
SE PREPARA EN
min
DIFICULTAD
Medio
PRECIO
Medio


Ingredientes para la receta de Ajoblanco: la Crema Fría Más Bella Y Elegante, Propia de un Diseño de Armani

-200 g. de almendra de la mejor calidad

-200 ml. de aceite de oliva virgen (AOVE), no excesivamente ácido pero tan amarillo como el oro. (No debe estar ni "enguachado" ni "aceitoso")

-200 g. de miga de pan de dos días, a ser posible de tahona, o lo que actualmente también se conoce como pallés, o de pueblo o gallego y sólo la miga, aunque si se te colaba un poco de corteza no le irá mal.

-1 diente o medio ajo para estas cantidades, quitadle el germen de dentro

-1 l. de agua bien fría, que debe haber reposado antes en la nevera

-2 cdas. de vinagre de jerez

-1 cda. de sal

Decoración: La fruta es la mejor opción para el ajoblanco. No se os ocurra ni el jamón por muy ibérico que sea, ni el huevo cocido. En mi opinión, un buen ajoblanco debe ser además una auténca experiencia estética, servida en copas

Elaboración de Ajoblanco: la Crema Fría Más Bella Y Elegante, Propia de un Diseño de Armani

1. Primeramente, mojáis el pan, que habéis dejado secar dos días, en agua fría, de tal manera que se humedezca y ablande, y lo escurrís apretándolo bien con la mano para que suelte el agua.

2. A continuación, trituráis las almendras con el ajo en un vaso americano o trituradora con un poco de sal. Esto hará que las almendras sueltan el sabor y no se diluya con los otros ingredientes´.

3. Cuando ya se ha molido bien, añadís el pan humedecido, el vinagre y el aceite a chorritos y no debéis parar de batir durante 5 minutos hasta que consigáis la consistencia de un alioli (yo lo hago en un vaso americano, licuadora o trituradora).

4. Finalmente, vertéis el agua fría en la licuadora y batís otros 5 minutos con la tapa puesta para que no salpique.

5. Después del batido, le quedará una espuma, que se le irá de momento.

6. Et voila! Un ajoblanco espeso, suave con un color de blanco roto y de lo más apetitoso. Probar ahora por si tenéis que rectificar de sal o vinagre:

7. Los aditamentos ya están preparados para darle un toque dulce y de color a este ajoblanco, que contrastará con el blanco roto. En un plato suelo colocar las bolitas de melón, luego las uvas negras, la tercera fila la ocupan los trocitos de manzana y finalmente, lo más exquisito: los trocitos de higo. (Pero mi fruta favorita es la uva moscatel):

Me gusta servir el ajoblanco en copas, me parece que hace un plato con un diseño elegante y muy pictórico. ¿No os parece que es como un diseño de Armani, por su estética y sobriedad?





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Pedro Manuel Collado Cruz

La cocina para mi es producto bien tratado sin enmascarar sus sabores, cocina de verdad de antaño con un toque diferente

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