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Yasmina Y la Lánguida Decadencia


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Manuel Julbe
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En el recibidor de su casa lucía esplendoroso un tapiz en el que se plasmaba a Aníbal atravesando los Alpes, copia perfecta del mural de Jacopo Ripanda, del primer tercio del siglo XVI, y que se encuentra en el romano Palacio Berberini. Yasmina vivía en un espléndido y decadente piso muy cerca del Casino de Madrid en donde tenía mesa y butaca en permanencia.

Un abuelo suyo, de origen turco, fue ayudante, y al parecer modelo, del gran retratista Emilio Sala que dio luz y color al Salón Real del Casino madrileño. El turco en cuestión además de pintor y buen mozo era coleccionista de objetos varios y raros; tenía en mucha estima una de las pipas en la que fumaba Daniel Defoe cuando escribía sus libros y sobre todo, objetos relacionados con la gastronomía. Objetos que a través del tiempo fueron adquiriendo un alto valor crematístico y que le servían a Yasmina para mantener a su viuda madre y a una tía mahometana.

Lo último de lo que se había desprendido la mujer era de un par de vasos acompañados de las cucharillas con las que Rimbaud y Verlaine tomaban la absenta; objetos por los que un extravagante millonario alemán había pagado lo suficiente para que el femenino trío dejara de preocuparse por la cuestión económica en el futuro. Ella le tenía mucho aprecio a la vajilla de oro que utilizaba con asiduidad en las palaciegas fiestas la emperatriz Sissi y que fue a parar, dada la acumulación de deudas, a manos de un japonés fabricante de productos cosméticos.

Yasmina tuvo un amor apasionado que le laceró el alma y recubrió sus sentimientos de una coraza haciéndola invulnerable a futuros escarceos emocionales. La causante de tal estropicio fue una joven y pizpireta parisina que no tan solo se burló de ella si no que le robó la escudilla y la cuchara en las que Carlos I tomaba sus sopas con vino. No es que Yasmina fuera lesbiana, no, pero dada su liberal educación y su gusto exquisito por lo hermoso era capaz de sentirse atraída por lo bello. Y Josiane, rubia, alta y enormes ojos verdes, era una beldad, poseía un cuerpo escultural y una mirada cautivadora.

Solo de tres objetos nunca se quiso desprender Yasmina: una tacita que había comprado en París el compositor Luigi Boccherini y en la que la madre de Yasmina tomaba a pequeños sorbos su café de sobremesa, un juego de tres cubiertos de plata que solía llevar Orson Wells en sus viajes y que nunca supe por qué la tía les tenía tanto apego y una copa de fino cristal de Murano en la que la traidora francesa había bebido su último sorbo de Vega Sicilia único del 46.

Una suculenta oferta tuvo hace pocos días Yasmina: un multimillonario y mafioso ruso le ha ofrecido un pastón por un simple plato de porcelana inglesa en el que Dalí se comió un bogavante cocinado por el gran Fernand Point. Madre y tía la instan a que venda pero Yasmina sólo piensa que en ese plato su Josiane había comido un revuelto de colmenillas.



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