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El gato de Balzac, primorosamente editado por Círculo Rojo

Memorias de un Minino Gourmet



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Miguel Ángel Almodóvar
Investigador y divulgador en ciencia nutricional y gastronomía

Es un libro jugoso, entretenido, apetitoso, pedagógico, contingente y esencial para cualquier amante o aficionado al conocimiento casi perdido de la gastronomía, cuya autoría corresponde a Miquel Sen, un sabio de la historia y arte coquinarios. Biólogo, pensador y picapedrero, periodista y colaborador habitual del diario El Periódico, sumo gerente de la revista digital Gastronomía Alternativa, cuenta además con numerosos libros gastrodidácticos a sus espaldas, varias novelas y una trilogía de ensayos que comenzó con Luces  sombras del reinado de Ferran Adrià, continuó con Confieso que he comido y ahora cierra gatunamente en trébede, voz que, al entender de Menéndez Pidal es palabra testimonial en la distribución de las lenguas romances ibéricas y asimismo sirve para elevar ollas y pucheros sobre el fuego o las ascuas. 

Un libro brillante, que, eso sí, conviene leer libando a sorbos y con chasquido palatal Ouzo de Lesbos y en compaña de generosos platillos de queso Feta de leche de yegua y peloponesias aceitunas de Kalamata, por la simple razón de que entre sus páginas se ocultan, pululan y saltan vrykolakas o brucolacos, vampiros del viejo folclore griego que, a diferencia de sus parientes transilvanos, no beben sangre, sino que trastocan y aturrullan el humano entendimiento mediante ritos funerarios de recetas primorosas de otro tiempo, evocando la cocina como metáfora ejemplar de la hipocresía de la cultura, tal y como enseñó el detective Pepe Carvalho, trufándola para el caso en morrongo, porque, como explica un sabio brocantero que aparece en el libro: “Un gato nunca es tal, sino una metáfora”.

El brucolaco de Sen, fue gato de Honoré de Balzac como el título indica y de quien viene a maullar que comía con una sensualidad de fauno, pero también de las grandes escritoras y expertas cocineras francesas Amantine Aurore Lucile Dupin/George Sand y Sidonie-Gabrielle Colette, además de soldado napoleónico, niño o gato en las guerras carlistas, correo en los días de la Tercera República Francesa y majo, manolo, chulapo y chispero de Los Madriles. Por los ojos de todos ellos van pasando recetas, aromas, sabores y memorias palatales, conformando un universo de luminosas teselas que finalmente acabarán componiendo un mosaico de singularísimo atractivo. 

Miquel Sen, que es sabio en conocimientos inmemoriales, ni olvida ni perdona su oficio de periodista pegado siempre a la más rabiosa actualidad y nos cuenta que Colette, quien, además de bordar la Liebre à la royale era capaz de danzar durante horas y dedicar energías sin cuento a las artes amatorias, sentía una necesidad física y periódica de comer chucrut, lo que perfectamente se explica y entiende tras las conclusiones del recientísimo estudio publicado en la prestigiosa revista científica Nature Medicine por investigadores del Joslin Diabetes Center de Boston, en el que demuestran que un género de microorganismos que habitan nuestro bioma, el Veillonella, cuando se nutre convenientemente con probióticos, procedentes, por ejemplo, de la chucrut, es capaz de metabolizar el ácido láctico producido por el ejercicio intenso y prolongado para convertirlo en propionato, un ácido graso de cadena corta o volátil que el cuerpo humano utiliza para mejorar el rendimiento físico.

En dos palabras: acojo nante.



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