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La Liebre a la Royale


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Mikel Corcuera
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Hemos entrado ya en esa temporada pletórica de la cocina, como es la de la caza, el momento del lucimiento en los fogones, en el que se demuestra el ser o no ser de un cocinero. Y un plato cinegético por excelencia es la liebre a la royale, y por supuesto también el civet de liebre.


La liebre a la Royal es una de las grandes representaciones de la alta cocina francesa de caza, de compleja elaboración y de egregios componentes. Se conocen tres versiones absolutamente clásicas, la de Prosper Montagné, tal como aparece en el Larousse, la de Raymond Oliver, que viene de su padre el gran chef Louis Oliver, que se ofrecía en el ?Grand Véfour?, de París, y la que cuenta La Mazille en la Buena cocina de Périgord. Sin duda, el origen del plato es perigordino, de la región francesa del Perigord. El propio Curnonsky conocido como el ?Príncipe de los Gastrónomos? decía al respecto de este plato ?El perigord entero florece en la carne venatoria, acompañada de foie gras y las trufas?.


Y es que como nuestros lectores seguramente ya sabrán, en la auténtica liebre a la royale, la liebre aparece deshuesada, convertida casi en una compota para comer con cuchara y de cuya salsa forman parte entre otras lindezas, como las trufas, el coñac, el vino de Borgoña o Burdeos y el inevitable foie gras y por supuesto la propia sangre del bicho. Es evidente por tanto, que la liebre a la royale en su configuración inicial, elaborada de este modo, es complicadísima, dura un mínimo de siete horas y ocupa en cualquier recetario una decena de páginas si seguimos cualquiera de estas tres fórmulas. De hecho, es un plato que en su plenitud, ofician muy pocos restaurantes ya en Francia, por no decir casi ninguno.


Existe una anécdota histórica con este plato muy interesante que recogía en uno de sus libros Nestor Luján, en Cartas de Ruta en concreto. Contaba que cuando la gran escritora Colette cumplió ochenta años, Raymond Oliver, que citábamos antes, invitó en el ?Gran Véfour? a la dama en cuestión y al gastrónomo Curnonsky, que también era por esa época octogenario. A Colette le gustaba la liebre a la royale, y este plato presidió la cena de aniversario. Confesó después Oliver, que para la confección de la liebre, usó un Burdeos tinto y un dulce Sauternes blanco. Y, a la hora de comerse la liebre, en dos copas iguales, se hicieron servir un viejo Haut - Brion y un no menos exquisito Sauternes. Y bebieron alternativamente de uno y otro vino mientras comían esta elaboradísima fórmula. Sin duda, un festín de lujo.


En lo referente al civet de liebre, otra de las fórmulas magistrales en las que interviene este bicho, conviene aclarar que se trata de un guisado de caza de pelo, aderezado con vino tinto, acompañada de cebollita y champiñones, generalmente aromatizado con hierbas y ligado obligatoriamente, en su cocción, con la sangre del animal. Y es importante saber que la etimología de la palabra civet viene de cebolla, de la forma antigua francesa de la cebollita que se llamaba cive. Con este dato además sabemos de la ancianidad del plato, que ya estaba en el libro La cocina francesa, de Lavarenne, obra que fue editada en 1651. Dos platos en definitiva, intemporales, complejos, que precisan de una paciencia conventual para su perfecta ejecución.



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