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La Gastronomía de las Romerías



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José María Suárez Gallego



En nuestra cultura tradicional, del mismo modo que sucede en otras culturas no europeas, los símbolos forman un lenguaje cuya interpretación es fundamental para escudriñar hasta los últimos entresijos que guarda toda manifestación popular. En el sentido más amplio del concepto, toda romería encierra unos símbolos cuyas claves de lenguaje son ante todo manifiestamente festivas. En el fondo, y más evidentemente en la forma, podemos apreciar que toda fiesta popular, para que lo sea en toda su extensión, ha de contar con dos elementos esenciales: la alegría y la comida. Y, ya sea en las tierras de la cornisa cantábrica, en la meseta central, en las orillas levantinas del Mediterráneo, o en las tierras del sur, la verdad es que contamos con romerías de gran calado etnológico y antropológico que nos puedan servir de ejemplo de ello.

De una forma más didáctica y divulgativa que académica, y tomando las romerías marianas del sur de España como paradigma del resto de ellas, digamos que toda manifestación romera consta de tres etapas bien definidas: El camino hacia la Madre, el encuentro con la Madre, y el desmadre, dicho sea esto último en el sentido más amplio de los excesos y consiguiente pérdida de respeto a la ?oficialidad? ?ya sea eclesiástica o civil? de las normas establecidas.

Efectivamente, en la mayoría de los santuarios la romería acaba en fiesta: es la desacralización del rito y la vuelta al mundo profano después de haber permanecido durante unos instantes en contacto con lo sagrado, el encuentro con la Madre, al que hacíamos alusión. Después del encuentro con lo sagrado los romeros se resarcen del camino penitencial que lleva hacia la Madre comiendo, bebiendo y bailando.

Valga como botón de muestra un sólo ejemplo de lo que ha quedado escrito en el cancionero popular gallego:

?Miña nai e máis a túa
van xuntas na romería,
a túa estaba borracha,
a miña xa non si tiña?

[Mi madre y la tuya
van juntas de romería
la tuya estaba borracha,
la mía no se tenía]



Una conclusión de urgencia nos lleva a opinar que en estos casos festivos los extremos (penitencia y fiesta) no se contradicen en modo alguno, sino que se refuerzan mutuamente. La cultura tradicional ha sabido integrar secularmente todos los contrarios: a los periodos festivos, siguen épocas de penitencia, a éstas de nuevo los festivos: al Carnaval sigue la Cuaresma, a ésta la Semana Santa, a ésta el estío festivo del que nos habla magistralmente Caro Baroja.

La alegría de la fiesta con sus comilonas y sus bailes no son, pues -como pudiera parecerles a primera vista a quienes profesan una cultura urbana- una muestra de la hipocresía de los romeros, sino una consecuencia lógica de cómo atajar los esfuerzos y los sufrimientos realizados durante el camino hasta llegar al santuario. Cervantes, por boca de Periandro, lo justifica así en una de sus obras: Las leyes del gusto humano tienen más fuerza que las de la religión.

Se entiende fácilmente que la romería se haya convertido en sinónimo de fiesta, pues no falta en ella ninguno de los tres pilares que la sostienen: la comida, la bebida y el baile.

En las romerías, sobre todo en las del sur que son las que tenemos más vividas, y a las que pertenecen las fotos que ilustran este artículo, se distinguen dos tipos de cocina. De una parte, la que se prepara en casa y se lleva a la romería para tomarla en ella o durante el trayecto. Está formada por platos elaborados siempre por las mujeres, viandas para tomar en frío, la mayoría de ellas carnes empanadas para que aguanten jugosas durante toda la jornada festiva. Adobos de carne, pescados en vinagre, chacinas fritas. Es lo que podríamos llamar la cocina de fiambrera apta para tomar durante el camino. Diferente es la comida que se elabora en el lugar donde tiene lugar la romería. Guisos que se preparan en caliente, en un fuego que se hace con la concurrencia de todos los asistentes, pues todos simbólicamente aportan ramitas de leña para su encendido. Arroces, calderetas de carne, ?peroles? -sobre todo en Córdoba-, migas, son los guisos romeros por excelencia. En la archiconocida romería del Rocío se suele tomar, además de las tapitas de jamón, queso y langostinos, la llamada ?caldereta del Condado?, oriunda del pueblo de Niebla. Incluso se puede llegar al caso en el que una romería se conozca más por lo que en ella de come que por el santo al que se venera, caso de la del del Cristo de Charcales, en Jaén, que es conocida popularmente como la ?romería del Cristo del arroz? por ser éste el guiso que mayoritariamente preparan quienes a ella concurren.



Apreciamos que la mayoría de los guisos romeros andaluces que se preparan in situ, tienen la particularidad de estar cocinados por hombres. El español, generalmente fiel a una tradición arábico-judáica es poco ?cocinicas?, como suele decir la voz popular. Al español varón es difícil verlo cocinar, si no es el campo, o si no es la de cocinero la profesión con la que se gana el pan. Lógicamente notables excepciones las hay, pero no dejan de ser excepciones. El varón español usualmente no cocina a menos que lo haga en el llamado fuego comunal.

Curiosamente, no hay que olvidar que ha sido en la cocina donde muchos procedimientos técnicos han visto la luz: los hornos, los instrumentos para moler y triturar, la fermentación alcohólica, los métodos de conservación, la extracción de líquidos por presión de los granos y las frutas. "Pero cuando estas técnicas salen de la cocina para entrar en los dominios de especialistas, pasan de las manos de las mujeres a las de los hombres", como nos afirma el antropólogo Marvin Harris.

La mujer cocinera y esposa en los pueblos más primitivos asume en su seno "las dos actividades centrales del dominio de lo doméstico, la cocina y la cópula", (es decir), "la comida y el matrimonio". Se establece entonces la diferencia secular entre la mujer y el hombre, de la que la cultura española y mediterránea enraizada en la musulmana y en la hebrea no es ajena. La mujer y el hombre, en nuestra cultura latente, son diferentes incluso en su relación primordial con el elemento esencial para cocinar: el fuego.

En las perspectivas psicoanalistas de Sigmun Freud podemos encontrar una posible explicación del porqué de este comportamiento. Freud nos lo describe en el capítulo sobre la conquista del fuego de su libro el Malestar en la Cultura, hablando de "... la sorprendente prohibición de orinar sobre las cenizas que rige entre los mongoles. La condición previa para la conquista del fuego habría sido la renuncia al placer de extinguirlo con el chorro de orina. No es el fuego lo que el hombre alberga en su tubofálico, sino, por el contrario, el medio para extinguir la llama, el líquido chorro de su orina"

En una nota aclaratoria, Freud se extiende sobre esta hipótesis y la relaciona, finalmente, con la fisiología femenina: "El hombre primitivo había tomado la costumbre de satisfacer en el fuego un placer infantil, extinguiéndolo con el chorro de su orina cada vez que lo encontraba en su camino. El primer hombre que renunció a este placer, respetando el fuego, pudo llevárselo consigo y someterlo a su servicio. Además, se habría encomendado a la mujer el cuidado del fuego aprisionado en el bogar, pues su constitución anatómica le impide ceder a la placentera tentación de extinguirlo"

Ante tal cita sólo me queda proponerle al amable gastronauta que repase el comportamiento de los participantes en un final festivo de romería en el campo. En un ambiente de campechanería y relajo después de lo que hemos dado en llamar el ?desmadre?, recordemos quiénes son siempre los encargados de apagar el fuego y cómo lo hacen la mayoría de las veces, orinando todos los varones sobre las ascuas. Parece como si Freud, a pesar del tiempo transcurrido desde su desaparición, no se hubiera perdido ninguna de nuestras romerías, y le diera la razón dialéctica al Periandro de la obra de Cervantes: ?Las leyes del gusto humano tienen más fuerza que las de la religión?. Y según hemos visto, también en las romerías.



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