Si por algo merece la pena el verano es por el gazpacho. El gazpacho-gazpacho, se entiende, no el trashumante y galiano a base de pan ácimo y aquello con lo que acertara la piedra del pastor y mucho menos con los sansirolés de la posmodernidad tecnoemocional foodie&hispter en versiones de sandía, melocotón, cerezas, maracuyá o camu camu porque yo lo valgo.
El gazpacho es bebida isotónica milenaria perfectamente
adaptada a climas cálidos y secos en la que cada uno de sus componente actúa en
un ámbito fisiológico específico. Así, el agua hidrata
el organismo; la sal ayuda a retener el preciso líquido; el pan aporta energía
a partir de sus hidratos de carbono; el aceite de oliva, además de un añadido
energético, incluye en su composición potentes antioxidantes o
antienvejecimiento, a lo que suma un efecto protector y tónico de la piel; el
vinagre induce una sensación de frescor en la percepción del cerebro; y el ajo,
con una acción antiséptica, fungicida, bactericida y depurativa, actúa como
vasodilatador, permitiendo a la sangre circular con mayor fluidez y refrigerar
más activamente el cuerpo.
Los antiguos romanos pergeñaron una fórmula, la “posca”, para que los soldados la transportaran en sus cantimploras de campaña y aquel bebedijo fue casi con seguridad con el que empapó una esponja el centurión Adenadar para acercarlo a la boca a Jesús crucificado, de manera que, probablemente, antes de expirar e irse a reñirse con el Creador el Redentor, se tomó un gazpachito, que menos da una piedra y da un cantazo amén de proporcionar motivo añadido de devoción por la sopa fría a la grey cristiana.
Con el tiempo, la receta romana fue evolucionando y el presunto canon se fue diluyendo en las aguas del olvido. Así las cosas, cuando en los años sesenta del pasado siglo el gran Josep Pla, un punto de vista ambulante ampurdanés con boina al decir de Manuel Vázquez Montalbán, memoria culinaria ensimismada y paladar anclado al país de la infancia, estaba en la redacción de lo que posteriormente sería el libro El que hem menjat, publicado en catalán en 1972 y al poco tiempo en español con el título Lo que hemos comido, se preguntó sobre la fórmula ortodoxa del gazpacho. Para resolver la duda consultó a su amigo Francisco Moreno y Herrera, Conde de los Andes, máximo gastrónomo español de mediados del pasado siglo y en su tiempo casi el único español que hacía crítica gastronómica con el pseudónimo de Savarín, porque era de los pocos que podía permitirse viajar a París para comer como mandaban los cánones. La receta que el conde consultó a su cocinero personal y que finalmente recibió Pla se componía de agua fría, pepino, cebolla, ajo, aceite de oliva, vinagre de vino blanco, zumo de limón, pan duro y sal. El lector avispado ya habrá notado que el tomate ni por asomo.
Normal, porque el tomate es un advenedizo en el gazpacho, entre otras
razones porque constituye un
disparate mayúsculo mezclar sus potentes ácidos cítrico y málico con el acético
del vinagre, pero no en vano somos el único país del mundo mundial que lo
incluye en ensaladas variadas y avinagradas, frente a la práctica común de
tomarlo solo con un poquito de orégano y regado con aceite de oliva. Raros que
somos.
Como mucho y cediendo a la heterodoxia se podría
aceptar que el gazpacho llevara un trocito de tomate que le diera un simpático
y atractivo tono rosa pálido, sin llegar jamás a los desgraciadamente
establecidos de color rojo pasión.
Pedro Manuel Collado CruzLa cocina para mi es producto bien tratado sin enmascarar sus sabores, cocina de verdad de antaño con un toque diferente 1 receta publicada |