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Carolina Vive



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Miguel Ángel Almodóvar
Investigador y divulgador en ciencia nutricional y gastronomía

Va dando sus últimas boqueadas este endiablado año pandémico y a la vez pródigo en centenarios literarios de calado, que, como es propio de país de sustancial e inveterada agrafía

 

han pasado con más penas que glorias, aunque con excepciones expositivas de notabilísimo fuste en los casos de Benito Pérez Galdós y Miguel Delibes, y con menor pompa pero grande divertimento en el caso de Juan Perucho. Nada para Carolina Coronado, que el pasado día 12 de diciembre cumplía bicentenario de nacimiento. Virtuosa del piano y el arpa, poeta autodidacta y narradora romántica, se la suele comparar con su coetánea Rosalía de Castro y con el maestro Gustavo Adolfo Bécquer. Dicho todo lo cuál y atendiendo a la circunstancia apuntada, nada de particular el ninguneo, pero da la casualidad otrosí y además de que Carolina fue adalid de la igualdad de género tan à la page en estos días, aunque con harta frecuencia pregonada por boca de miembras de la familia anatidae, y pionera suma en la condena indubitable, afirmada y dura de la violencia machista.

En el primer tercio del siglo XIX, Carolina escribió y publicó un poema El marido verdugo, que sigue estremeciendo y que alguien tiene que poner en estos días, con más de cuarenta cadáveres de mujeres sobre la mesa en lo que va de año, negro sobre blanco. Tarea y honor que recaen en este A fuego lento, que de menos nos hizo dios: “¿Teméis de esa que puebla las Montañas/ turba de brutos fiera el desenfreno?.../ ¡más feroces dañinas alimañas/ la madre sociedad nutre en su seno!/ Bullen, de humanas formas revestidos,/ torpes vivientes entre humanos seres,/ que ceban el placer de sus sentidos/ en el llanto infeliz de las mujeres./ No allá a las lides de su patria fueron/ a exhalar de su ardor la inmensa llama;/ nunca enemiga lanza acometieron,/ que otra es la lid que su valor inflama./ Nunca el verdugo de inocente esposa/ con noble lauro coronó su frente:/ ¡Ella os dirá temblando y congojosa/ las gloriosas hazañas del valiente!/ Ella os dirá que a veces siente el cuello/ por sus manos de bronce atarazado,/ y a veces el finísimo cabello/ por las garras del héroe arrebatado./ Que a veces sobre el seno trasparente/ cárdenas huellas de sus dedos halla;/ que a veces brotan de su blanca frente/ sangre las venas que su esposo estalla./ ¡Y que ¡ay! del tierno corazón llagado/ más sangre, más dolor la herida brota,/ que el delicado seno macerado,/ y que la vena de sus sienes rota!/ Así hermosura y juventud al lado/ pierde de su verdugo; así envejece:/ así lirio suave y delicado/ junto al áspero cardo arraiga y crece./ Y así en humanas formas escondidos,/ cual bajo el agua del arroyo el cieno,/ torpes vivientes al amor uncidos/ la madre sociedad nutre en su seno”.

Hace doscientos años que Carolina veía en estos días la primera luz en Almendralejo, Badajoz, pueblo de cocina y raigambre pacense pero donde brillan con luz propia dos productos: el cava con el que reciben a sus invitados y alumnos en la Escuela de Hostelería de Stavanger (Noruega), la más laureada con diferencia en el Bocuse D’Or, y la patatera, mal llamada morcilla pues no hay sangre en su fundamento sino manteca de cerdo, patata buena y pimentón de la Vera. Embutido viajero que muy probablemente recorrió las cañadas, cuerdas y cordeles del Honrado Concejo de la Mesta para ponerse guapa en la mesa y dar paso a un brindis con brillante cava y por Carolina Coronado en su bicentenario. Sea.


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