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Inesperadas Intrusiones en Sabores Y Saberes @Almodovarmiguelangel



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Miguel Ángel Almodóvar
Investigador y divulgador en ciencia nutricional y gastronomía

Es de mucho asombrar la ingente cantidad de recetarios que cada año se publican en España, firmados por estrellados chefs, cocineros fugazmente iluminados por los focos de un reality televisivo, influencers de la bloguería o el tiktokeo y gastromonguers de toda laya y jaez

La mayoría de ellos, salvo alguna excepción, son insulsos, anodinos y plagiarios, con un único interés fotográfico (gloria eterna a Félix Soriano, pongamos por caso), pero de pronto y en ese paisaje banal aparece, cuál aguja de oro en ese caótico pajar, el libro Diario de sabores y dichas, en el que su autor, Vicente Clemente, abogado y docente en materia tan abstrusa como el Derecho Tributario, nos remite al hecho gastronómico como parte esencial de la cultura y elemento trascendente en el proceso de hominización; algo que ya solo empezaba a sostenerse en el recuerdo de los escritos de Emilia Pardo Bazán, Benito Pérez Galdós, Manuel María Puga y Parga, Josep Pla, Álvaro Cunqueiro, Julio Camba, Néstor Luján, Juan Perucho, Xavier Domingo, Pepe Iglesias, Manuel Vázquez Montalbán y algunos pocos otros ya idos.
Diario de sabores y dichas, compuesto por un prologo, cuarenta y seis capítulos y un epílogo, es un recorrido por la memoria del paladar a lo largo de casi seis décadas de inesperadas intrusiones en la belleza transmutada en aromas, sabores, texturas, paisajes, encuentros, convivencias y emociones ante un suculento e inolvidable yantar; en eso que el Nobel estadounidense-quebequés Saul Bellow precisamente consideraba que constituye la esencia de la vida.
El libro empieza rememorando los bocados sencillos que preparaba la abuela arriácense,  tales como la longaniza asada en las ascuas del lar, el trozo de pan empapado en vino y generosamente espolvoreado con azúcar, las migas con angelitos/dientes de ajo, o los calostros de la oveja parturienta, junto a los festines opulentos con los que el abuelo le premiaba el aprobado total del curso en restoranes burgueses urbanos: champiñones al ajillo y cabrito asado regado con la enigmática salsa que inventaron en Jadraque y que parece que movió al Campeador a tomar la plaza por la fuerza de las armas.
Y tras la infancia, los platos y sabores de la soltería estudiantil en Los Madriles de los tiempos en que Casa Mingo ponía sobre la mesa un pollo a la sidra de chuparse los codos y Edelweiss, a la espalda del hemiciclo por donde pululaban notables saharauis ahora traicionados, que brindaba un codillo con chucrut de morirse en la fresquera.
Y luego la boda con Pilar (detrás de una gran mujer siempre hay un hombre notable dispuesto a ponerse como el Quico), con gastronómicos viajes de novios y bureos coquinarios aledaños al recién estrenado enlace. Y más después, deambulatorios en compaña de sus dos hijos, la parejita, que en su conjunto acaban constituyéndose en una suerte de grupo tribal errando por valles y barrancos a la búsqueda de sabores y dichas compartidas. 
En esa aventura, Vicente Clemente, se termina convirtiendo en una leyenda y, acompañado de su prole, en una epopeya, cual sosias de ese personaje que regenta una caseta de tiro en Amanece que no es poco. No se arredra ante los pavorosos acantilados del Finis Terrae para intentar arrebatarle a la roca unos percebes, ni le duelen prendas a la hora de hincarle el diente a un cordero asado en salsa de menta en un restaurante londinense. Goza en parentela de un platonazo de tocino blanco salado y adobado con limón, ajo y pimentón, evocando a la familia Picapiedra, y recorre calzadas infames para regalarse con un cuenco abismal de ajoblanco de Almáchar, en las cumbres serranas de la Axarquía malagueña, por suponer al pueblo patria y cuna de la afamada sopa fría.
En esas andanzas coquinarias también aparece de cuando en vez la figura espectral de un cerdo, al que sus ojos niños vieron abrir en canal, poco antes de que el gorrino le pidiera el óbolo que el barquero Caronte exigía para hacer la travesía del Estigia. Quizá conciencia amarga de los tantísimos platos y recetas que nunca catará y el libro termina con ambos, brazuelo con codo, perdiéndose en el horizonte. Personalmente y puesto a pedir gollerías, hubiera preferido imaginármelos subidos en una escoba y volando sobre Milán, pero el autor decide y no sé si a Vittorio De Sica le hubiera hecho gracia la cosa.

 


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