Cada cierto tiempo tengo la casi imperiosa necesidad de encontrarme con mi ensolerada amiga Paloma Gómez Borrero para disfrutar de su siempre gratísima compañía y de sus pormenorizados relatos, testigos de la historia contemporánea y vividos en primera persona. También para oír de su boca que la trattoria Piperno, sita en el espacio urbano en el que desde el siglo XVI al XIX vivieron confinados los judíos romanos, sigue abriendo puntualmente sus puertas de la mano de los descendientes de aquel a quien Pio IX llegó calificar de “Miguel Ángel de las alcachofas”. En el imperio de lo efímero, uno necesita de alguna certidumbre a la que asirse y percha de continuidad en que colgarse.
El Papa que fuera último soberano efímero de los Estados Pontificios y en el pretérito tiempo de sus arzobispados en Spoleto e Inmola, más tarde como Cardenal presbítero de los Santos Pedro y Marcelino, era visitante asiduo de la trattoria de referencia, donde le servían esa preparación de alcachofas fritas y espachurradas, que, aunque lleven el apelativo de judías, todo parece indicar que fueron los españoles quienes llevaron la receta a la península itálica, allá por cuando Nápoles pertenecía al reino de Aragón.
Ya en el papado y pesar de los ímprobos esfuerzos realizados por Su Santidad para mantener en pie los extensos Estados de la Iglesia, la entrada en Roma del ejército piamontés, allá por septiembre de 1870, los acabó reduciendo al escaso medio kilómetro cuadrado que actualmente ocupa el Vaticano. Ni qué decir tiene que aquel acontecimiento le incendió el pelo y acto seguido procedió a la excomunión del rey, Víctor Manuel II de Saboya, prohibió a los católicos, mediante la bula Non Expedit, la participación en la política italiana, sufragio incluido, y, lo que fue el remate y repanocha, decidió autoexilarse dentro del recinto vaticano, lo que le acarreó la imposibilidad de seguir disfrutando de las Carciofi alla judía que le preparaba Piperno.
Hecho una hidra, amargado y confuso, Pio IX murió 19 años antes de que Ceferino Isla González abriera su propio obrador, Casa Isla, en Santa Fe, Granada, y creara para él un bizcocho cilíndrico y rechoncho, que recordaba la figura del Santo Padre, embutido en canastilla de papel blanquísimo, a modo de níveo balandrán papal, y rematado con crema azucarada y tostada, que remitía al solideo con que los sucesores de Pedro cubren sus coronillas. Ceferino, que admiraba y agradecía sobremanera a Pío IX el haber promulgado el Dogma de la Inmaculada Concepción, llamó a su creación “Pionono” en su honor. Que el investigador gastronómico Gabriel Median Vilchez descubriera en su día que los piononos se vendía en Madrid cuarenta años antes de la fundación de Casa Isla y que tales procedían de obradores gaditanos, es, como diría Kipling, otra historia.
Pedro Manuel Collado CruzLa cocina para mi es producto bien tratado sin enmascarar sus sabores, cocina de verdad de antaño con un toque diferente 1 receta publicada |