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Crónicas Parisinas (Ii



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Tatiana Suarez Losada
La cocina me apasiona desde pequeña y desde entonces no he dejado de aprender

De vuelta al hotel, feliz pero agotada, me di un relajante baño de espumas (la bañera se llenaba a una velocidad supersónica), rematado por una estimulante ducha. La experiencia fue inolvidable: la potencia del chorro de agua la convertía en un auténtico masaje, el agua, al llegar a su destino, se convertía en miles de dedos que masajeaban mi cuerpo dolorido y cansado. Me alejé del chorro para empezar el masaje por el inicio de la espalda (donde el lumbago hace de las suyas) y me fui acercando paulatinamente para que los dedos fueran subiendo. Al llegar al cuello y a la nuca, creí perder el sentido de placer; los miles de dedos deshacían frenéticamente la contractura y el entumecimiento causado por el acarreo de los paquetes. Volví a bajar, volví a subir, así un buen rato, mientras una densa nube de vaho invadía el cuarto de baño. Después, un abundante baño de "body milk" y como nueva.

Luego tomé algo de picar que había comprado en la calle (no hace falta comentar los precios del mini-bar, pero como muestra diré que una bolsita minúscula de patatas fritas costaba 520 pts....), mientras esperaba a mi pobre marido, que llegó extenuado. El descanso duró hasta las 7, ya que a las 8,30 teníamos cena programada en un circo convertido en restaurante, llamado "Le Cirque d'Hiver"; a mí esto no me hacía mucho tilín, porque el circo nunca ha sido santo de mi devoción, pero, enfin, había que ir. El traslado en autobuses fue un maravilloso recorrido por París al atardecer, pudiendo contemplar los más bellos edificios y una puesta de sol de ensueño. A lo lejos, pudimos ver el Pont de l'Alma cubierto de flores en honor de Lady Di.

Al llegar, nos recibió una banda de payasos tocando y una vez dentro salió a nuestro encuentro una serie de personajes circences que hacían de las suyas para darnos la bienvenida. Las mesas estaban distribuidas en 3 grandes salas-carpa (éramos unos 700), maravillosamente decoradas con flores y velas (saqué fotos); a partir de ese momento, toda sensación circense despareció y dio paso a un plácido bienestar de quien se siente agasajado y al goce de contemplar un entorno realmente espléndido. La cena fue deliciosa, aunque no memorable (no puedo huir de mi exigente paladar...); el menú se componía de: flores de calabacín rellenas de crema de hierbas con salsa de tomate a la albahaca, silla de cordero lechal "à la Riviera" con jugo de albahaca y verduritas, sopa de frutas rojas con vinagre balsámico y helado de queso, café y bombones. Lo mejor, el cordero y el postre. Los vinos, blanco y tinto, eran buenos, pero no extraordinarios. De todas formas, la agradabilísima compañía contribuyó a que la cena resultara fantástica. Hablamos de cocina, de ingredientes raros, de recetas, les conté lo de nuestros encuentros gastronómicos y percibí una sana envidia en ellos; hicimos planes para vernos este invierno y compartir buenas viandas y buen vino.

Después de la cena había concierto de Jazz, conmemorativo del centenario de Gershwing, pero estábamos demasiado cansados para poder disfrutarlo, así que decidimos volver al hotel, ya que al día siguiente había que madrugar y volver a la carga recorriendo París.

Esta vez estuve acompañada de una pareja de amigos gourmets que se sumaron a mis andanzas. Visitamos "La Librairie Gourmande"- 4, rue Dante, en el Barrio Latino (¡cuántos recuerdos!),  librería especializada en libros de cocina, pero no compramos nada, porque todo era carísimo y tampoco fueron un derroche de simparía y amabilidad, incluso se permitieron discutir entre ellos en nuestra presencia, cosa que no puedo soportar ni en Bilbao, ni en París ni en el Polo Norte. Después fuimos al "Café Procope", el más antiguo del mundo, que data de 1686, en la rue de l'Ancienne Comédie, y que fue uno de los primeros en vender helados, que por aquella época constituían toda una novedad procedente de Italia. Era precioso, clásico y con muchísima solera (¡como para no tenerla!). Nos hicimos una foto en la puerta.

De allí a una tienda especializada en ingredientes de cocina y repostería (como podrá observar el lector, éstos son los verdaderos "museos" de quien esto escribe). En sus estanterías se exhibían  multitud de "joyas", tales como esencias y extractos de todo tipo (yo compré de regaliz, para hacer un bavarois y oros postres), chocolates con más % de cacao que ninguno, pistachos iraníes y otros frutos secos y exóticos, harinas, yema y clara de huevo en polvo (para restaurantes), mostazas insólitas, enfin, un sueño... He de decir que la belleza y originalidad de la tienda ("Detou" - 58, rue Tiquetonne) no coincidía con la amabilidad de sus dos empleadas (no admitieron nuestras tarjetas de crédito, cuando se trata de una tienda en la que los clientes habituales hacen pedidos de muchos miles de francos...), pero nos dijimos: "¡Peor para ellas!".

Llegaba la hora de comer y dirigimos nuestros pasos a "À La Cloche des Halles" (28, rue Coquillière), pasando por "Au Pied de Cochon", famoso restaurante donde se bordan las manitas de cerdo, y en cuya terraza figuran, como elemento decorativo, unos setos tallados en forma de idem, muy original (también hice fotos). En "La Cloche", un pequeño bistrot especializado en vinos que mis amigos conocen desde hace tiempo, degustamos una "quiche lorraine" escandalosamente deliciosa, una ensalada con "jambon à l'os" (jamón cocido "del de verdad") y una degustación de quesos, todo regado con Beaujolais. Y de postre, a falta de tarta Tatín por aquello del calor, degustamos la tarta de "quetches" (ciruelas damascenas, que también reciben el nombre de "cojón de fraile") más crujiente y sabrosa que jamás he conocido (por cierto, hoy mismo he comprado estas ciruelas en el super para hacer salsa agridulce), seguida de un exquisito "noisette" (café cortado).

Después de una agradable sobremesa charlando con el dueño, del que nos hicimos amigos (resultó estar casado con una cordobesa - ¿amabilidad contagiada quizá?), nos dirigimos al templo de los moldes de cocina y utensilios para todas las técnicas culinarias imaginables, "Dehillerin" (rue Coquillière). Los dos inmensos escaparates anunciaban su contenido. Una vez dentro, nos invadió un delicioso aroma a madera y a metal, la tienda estaba igual que a principios de siglo, con ligeros retoques, todo hacía imaginar y evocar las historias que guardaban sus paredes. Cientos de moldes de cobre, de todos los tamaños y formas, colgaban de ganchos y se ordenaban en estanterías, batidores de alambre desde 10 cm. hasta casi un metro, cazuelas, cortapastas, cuchillos... enfin, un espectáculo interminable que si llego a contemplar cuando era pequeña hubiera muerto allí mismo. Los dependientes (muy bordes, para variar) portaban batas de color azulón, como en los viejos tiempos. Yo hubiera deseado necesitar más cosas de entre aquellas maravillas, pero, realmente, a estas alturas de mi vida, el lector adivinará que tengo de casi todo. Pero sí encontré algo que buscaba desde hacía tiempo: unos ganchos para bañar bombones en forma de aro y de tenedor, de esta manera quedan perfectamente cubiertos de chocolate y sin marcas. Eran bastante caros, pero mereció la pena; ahora reposan en mis armarios de cocina esperando la Navidad o alguna ocasión especial...

Era ya media tarde, hacía muchísimo calor y regresamos al hotel, exhaustos, felices y riéndonos mucho (la terapia de la risa es una de las mejores para todo tipo de dolencias...). Nos esperaba la acogedora bañera y la estimulante ducha.



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