Esta es la historia de una joven que deja la facultad para entrar en una escuela de cocina al mismo tiempo que en España se desata la revolución gastronómica del siglo. El salto que hace la propia protagonista desde la fonda hasta la cocina de vanguardia, pasando por hoteles en decadencia o restaurantes con ínfulas, es el mismo que en pocos años hizo la cocina española en general, dejando por el camino a muchos, elevando a los altares a otros y olvidando, en algunos casos, los valores esenciales de una gastronomía que ya era rica de antemano. Las profesoras tenían el puesto por el hecho de ser numerarias o supernumerarias de la obra, no por tener experiencia de ningún tipo en el mundo de la restauración. | Deben de ser nueve de cada diez los dietistas-nutricionistas que hoy recomiendan tener una dieta variada, comer de todo, para disfrutar de buena salud. Nosotros comíamos dando vueltas a menús compuestos siempre a partir de las mismas diez o doce cosas y, en total, quizá dieciocho de los diecinueve años enteros que viví en casa de mis padres, en La Garriga, cené pan con tomate y jamón. | Acabé aterrizando en el entonces llamado Gran Hotel Princesa Sofía, que tenía cinco estrellas, que era donde comía el rey de España cuando venía a Barcelona de visita oficial y que parecía que tenía que ser una gran cosa, pero que acabó resultando una de las experiencias más deprimentes de mi carrera, y eso que yo venía de llevar gorrita. | En las cartas de los restaurantes entraron en tromba el sushi, el tataki, el steak tartar, las burgers —que no eran lo mismo que las hamburguesas—, el atún rojo y el salmón, y desaparecieron las albóndigas, los calamares rellenos y los estofados. En la sección verde aterrizaron el humus, la quinoa y el aguacate, y se esfumaron trinxats, alubias, lentejas y garbanzos. En aquel momento los fideos que triunfaban no eran los ramen, sino los yakisoba. Los fideos a la cazuela se extinguieron. |
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Conchita se encargaba del fregadero y de los postres. Dueña de sí misma y de su reino, Conchi no es un individuo concreto, sino una forma de estar en el mundo, expansiva, gallinácea, gritona, bien maquillada y cumplidora, que tampoco hace distinciones de género; hay señores Conchi. […] El trabajo, de hecho, para una Conchi, no es un tema profesional, sino una cuestión personal. | A la gente hay que observarla, hay que dejar que haga lo que mejor sabe hacer, y después ayudar al conjunto a funcionar como un equipo para llegar más lejos por el bien de todos. Hay muy pocas cocinas en el mundo que no tengan ya todo lo necesario para producir buena comida. | El cuadro adquiría resonancias y tonalidades de otra época si conseguías abstraerte de la visión de túnel, levantar un poco la cabeza para ver las cosas con perspectiva y observar que una sola de las lámparas de diseño del comedor costaba lo mismo que la nómina que recibía cualquiera de mis compañeros cada mes por trabajar más de setenta horas semanales —entre novecientos y mil cien euros— | Desde fuera, se podía decir que no me podía ir mejor. Por dentro, me carcomía el cargo de conciencia. Pesaba cuarenta y un kilos y no recordaba la última vez que había comido sentada. |
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«¡Quemo!» es la voz de alerta que se grita en las cocinas profesionales cuando se va con una olla hirviendo o una sartén caliente al pasar al lado de un compañero. Este libro, que deambula entre las memorias y el recetario, comparte algo de esa energía ardiente de la que se imbuye una cocina en mitad del servicio, pues Maria Nicolau escribe como guisa, con pulso, exigencia y ritmo.
Maria Nicolau ha trabajado más de veinte años en numerosos restaurantes de España y Francia, y ahora vive, escribe y cocina en un pueblo de trescientos habitantes. Ha escrito Cocina o barbarie (2022), es colaboradora habitual en radio y televisión y autora de la columna «A gusto» en la sección de gastronomía de El País. |
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