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De la Fabada Y el Cassoulet



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Miguel Ángel Almodóvar
Investigador y divulgador en ciencia nutricional y gastronomía

Mucho se ha especulado a lo largo de la historia sobre la categoría pionera entre el cassoulet, receta nuclear de la gastronomía francesa, y la fabada, plato señero de la cocina española. Evidentemente, la frecuente tentación de trasladar un antes y un después entre ambas dentro de los deambulares de ida y vuelta del Camino de Santiago, que empieza a desarrollarse como vía romera de la misma categoría que Roma y Jerusalén en el siglo XVI, supondría dar por sentado que el plato surgió al poco de la llegada a Europa de los fríjoles americanos y sus posteriores desarrollos, ya que aunque el termino alubia venga del árabe al-lubiya, tal se incluye dentro de las variedades botánicas carilla, mientras que las que fueron llegando en las carabelas y naos de la conquista y que darían lugar tanto a la fabada como al cassoulet, pertenecen a la vigna.

El común de las recetas es la alubia o judía seca siempre blanca y su diferencia, además de horno o no horno, es que mientras que en la Occitania francesa se acompañan de salchichas parecidas a las butifarras frescas, oca y pato confitado, la fabada de la Asturias hispana lleva un compango gorrino de chorizo, morcilla, tocino y panceta en salazón.

Venciendo cualquier tentación de vanidad patriótica, todo parece indicar que el cassoulet es anterior a la fabada y que la eclosión de ambos platos no se hunde en tiempos remotos, sino relativamente recientes. En este punto, lo incontestable es que la primera vez que la receta de la fabada aparece negro sobre blanco es en el libro de Emilia Pardo Bazán, La cocina española antigua, que vio la luz en 1913. Tal no significa que el ilustre bocado astur sea cosa de hace unos días, sino que, al tratarse de un condumio humilde, a la burguesía ilustrada que en su momento le dio por escribir libros de cocina no consideró la oportunidad de incluir un “comistrajo” entre sus páginas.

Todo parece indicar sin embargo que fueron las clases altas quienes trajeron la esencia al Principado. Los indianos que volvían enriquecidos tras inenarrables peripecias en el continente o se quedaban solteros de por vida o al volver a la tierra tomaban por esposa a una sobrina o mozuela de la localidad, cónyuges siempre mucho más jóvenes que ellos. Tras consumar el himeneo, se iban de viaje de bodas y luna de miel a París y era allí donde las recién casadas se entusiasmaban con el cassoulet de los restaurantes de Champs Elysees a los que su adinerado esposo las llevaba con garbo, pompa y circunstancia.

A su vuelta a la casona empezaron a reproducirlo de la manera más fiel que les era posible, pero poco a poco y en el inevitable descenso de la fórmula cibaria hacia capas sociales menos afortunadas, patos y ocas cedieron lugar a los derivados del gochu a disposición de la casi totalidad de las familias del Principáu.

En los días que corren y tras lograr consenso entre los paladares más informados, la mejor fabada del planeta la prepara la guisandera María Amor González en el Gaucho Fierro Asador de Granda, Concejo de Siero, propiedad de Cristina Martínez, lo cuál carece de equivalente para el cassoulet, habida cuenta de que son tres las ciudades francesas que se disputan con saña el honor de ser la cuna del plato: Castelnaudary, Carcasonne y Toulouse. En el primero utilizan principalmente el espinazo, el jarrete, algo de tocino, confit de pato y salchicha, mientras que en Carcasonne le añaden perdiz roja y en Toulouse le ponen cordero y al final de la cocción le ponen por encima salchichas frescas antes de pasarlas al horno.

Los grandes gourmets del país vecino resuelven la trinidad en términos estrictamente teológicos considerando a Castelnaudary el Padre, a Carcasonne el Hijo y a Toulouse el Espíritu Santo, pero en la memoria persiste la figura de la señora Adolphine, cocinera durante décadas de una familia de alto rango que a la muerte de sus miembros le dejó una fortunita con la pudo abrir un restaurante en el Padre Castelnaudary, donde trabajaba los días que le parecían y a las horas que mejor le convenían. Lo cuenta en detalle Maurice Edmond Saillant, el príncipe de los gastrónomos, pero eso, como diría Kipling, ya es otra historia.



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