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Trisa Y Mallorca


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Manuel Julbe
LA MESA COMO MEDIO DE UNION LA RADIO PARA SU DIFUSION



Conocía Mallorca como la palma de su mano. A Trisa la deslumbró la claridad mediterránea cuando apenas contaba seis años. Su padre, el señor Cristóbal como le conocían los pocos habitantes del pueblecito de Deiá, se había fugado de la justicia australiana que le perseguía con ahínco a causa de unos cuantos millones que debía a Hacienda. Además de estar metido en negocios que rozaban la ilegalidad era, don Cristobal, un moroso de tomo y lomo. El lugar se lo descubrió, don Luigi, un capo italiano que anduvo por estas tierras escondiéndose de un colega que se la tenía jurada por un asunto de faldas y que al año siguiente pasaría a mejor vida. En fin, que aquí don Cristóbal, con su mujer Dona, su hijita Trisia y un enorme pastor alemán, cuidaba de un enorme huerto al mismo tiempo que surtía de armas a grupos de mercenarios que andaban de país en país sembrando el caos y la muerte.

Trisia, como cualquier niña, se adaptó perfectamente a las gentes y a sus costumbres; en menos de un año era la que hacía de intérprete de sus padres cuando Tomeu, el pescador, les vendía los hermosos cabrachos y las relucientes langostas o cuando Catalina les llevaba los productos de la reciente matanza. Se crió la muchacha libre y lozana, un poco asilvestrada quizá, pero su madre, mujer de exquisitas maneras se encargaba de frenar los ímpetus de la jovenzuela con refinamientos y carantoñas.

Además de atrapar cangrejos por la caleta con Luís, hijo de cartero, compañero de correrías infantiles y más tarde de arrumacos adolescentes, Trisia aprendió a diferenciar los aromas del azahar y del romero; de los efluvios yodados de las algas y de la tierra húmeda tras la lluvia. Y sobre todo de un arco iris de fragancias que salían de la casa de Madó Aina, una mujerona enjuta y quemada por el sol que cocinaba como los dioses. El jugo de los pimientos asados y el crujiente de la fina pasta de la coca que parsimoniosamente amasaba la mallorquina, le llenaban a Trisia su pequeña boca inundándole los sentidos al mismo tiempo que entornaba los ojos y una beatífica sonrisa se plasmaba en su ovalado rostro. En tiempo de caza, cuando aparecían los primeros tordos y los bosquecillos se alfombraban de los sanguíneos níscalos, Madó Aina atizaba el fuego en el que reposaba un ventrudo perol y en el que se cocía una cazuela, el típico plato del Plà de Campos, receta de su suegra, Madó María.

Evidentemente Trisia aprendió a cocinar, abandonó los sangrientos negocios del padre sin renunciar a su fortuna, montó una coqueta casa de comidas en donde regala a sus invitados con esas cocas rojizas y crujientes y se casó con Luís con el que sigue persiguiendo a los cangrejos por las rocas de la caleta.


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