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No Es Madrid para Viejos



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Miguel Ángel Almodóvar
Investigador y divulgador en ciencia nutricional y gastronomía

Hace tiempo que Madrid, como antes le ocurriera a Barcelona, y dicen que le está pasando a Málaga, Palma de Mallorca, Sevilla y otras ciudades de esta España mía, esta España nuestra,

ha entrado en un acelerado proceso de gentrificación que, ante la brutal escalada de los precios de la vivienda y los cada vez más difíciles equilibrios para sostener un consumo de supervivencia, está empezando a obligar a los aborígenes a poner pies en polvorosa de sus patrias chicas a los aborígenes. Todo ello por mor del festivo goce y disfrute de las legiones de turistas que invaden sus centros y almendras metropolitanas, creyendo, bendita ilusión, estar en sitios reales, cuando en realidad transitan por un decorado convertido en parque temático. En cuando a las que atañen a quien esto escribe, Madrid y sus bares, tascas, mesones y botillerías, cuyos muros miro: “… un tiempo fuertes y ya desmoronados de la carrera de la edad cansados” y no hallo otra cosa en que poner los ojos que no sea recuerdo de aquellas tabernas en las que se podían tomar chatos de vino, cañas y cortos, en todo ajenos, a las copas de cuarto de litro o a los dobles establecidos por la modernidad líquida de: “… dale un trago, paga unos eurazos y que pase el siguiente”, cuando no la foránea oferta de mojitos, caipirinhas y margaritas que han venido para sustituir al vermú y el seltz de grifo.  A propósito de esto último, hace poco que entré en un bareto castizo del madrileño barrio de Vallecas. Acerqueme a la barra y pedí un vermú con seltz. Lo último no sabían lo que era. Les aclaré que sifón y repondiéronme que no tenían porque ya no lo pedía nadie. Argüí, que, ya puestos, con gaseosa me valía, pero como quiera que el agua con agujeritos tampoco se hallaba entre la oferta, me brindaron Seven Up. La desesperación de Espronceda. Pasados unos días, me dejé caer por una taberna taurina del distrito de Salamanca y demandé una manzanilla. De Sanlúcar, aclaré, por si las moscas infusoras. El camarero me miró compasivo y me aclaró que eso solo lo bebían las personas mayores y que lo habían quitado de la carta.

Hace tiempo que, más o menos, me he resignado a que en los bares madrileños ignoren las bebidas para viejos y vivo el drama al que aludía el escritor y sabio gastronómico gerundense Josep Pla, de no poder comer ni beber lo que comía de pequeño.

Como librepensador y afrancesado, amén de marxista-leninista fracción gastronómica, como mi admirado detective Pepe Carvalho, gran pope de la memoria del paladar, desde adolescente soy bebedor de Ricard, el pastis de Marsella que inventó Paul Ricard en 1932, hace noventa años, como alternativa a la prohibición y consumo de absenta en Francia. Una bebida anisada y aperitiva, que en contacto con el hielo y el agua se trona en un bellísimo amarillo canario, que el fementido y colaboracionista mariscal Philippe Pétain también prohibió en 1940, aunque el interdicto solo duró hasta el fin de la ocupación nazi en 1944.

En España, o al menos en Madrid, el Ricard, la bebida alcohólica anisada de mayor venta y consumo en el mundo, hace tiempo que pasó a ser elixir para provectos caducos y añejos vetustos. Y como quiera que no acepto la renuncia al paladar de mi memoria, el único paraíso del que sé que jamás podrán expulsarme, he venido en tejer una red de proveedores en la que figuran los restaurantes La Martingala y la Fonda de la Confianza, y el bar Diar, que regenta la portentosa guisandera Isaura Dos Santos, capaz de proporcionarme cada día no solo un variado menú, gratísimamente evocador de sabores y saberes tradicionales e identitarios, sino que además ha puesto a mi disposición una botellón de Ricard en edición limitada y conmemorativa del 90 aniversario de la marca, pergeñada en su etiquetado por el diseñador francés Yorgo Tloupas. Y me hace feliz porque, como diría el poeta barroco sevillano Baltasar de Alcázar: “Ser vieja la casa es esto:/ veo que se va cayendo, / voile puntales poniendo/ porque no caiga tan presto. /Más todo es vano artificio;/ presto me dicen mis males/ que han de faltar los puntales/ y allanarse el edificio”. Entretanto, otro Ricard y ¡à la vôtre!.

 


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