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La épica Del Vino Caliente Y Especiado



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Miguel Ángel Almodóvar
Investigador y divulgador en ciencia nutricional y gastronomía

 

Aunque la tradición cristiana europea marca la temporada del vino caliente y especiado casi coincidiendo con el tiempo litúrgico de Adviento, preparación espiritual de la feligresía para la celebración del nacimiento de Cristo

el empeño del enero en cubrirnos de blanca nieve lleva, o a la opción gongorina de llenar el brasero de bellotas y castañas o a la de abrir con generosidad los plazos de trasiego del mágico bebedizo que es perfectamente capaz de resucitar muertos, aunque solo sea de manera metafórica.

Ese vino de los meses más fríos, que es sin duda heredero de aquel néctar que Hebe o Ganímedes servían a los dioses, es trago de acendrada tradición en todo el viejo continente, excepto en España que, vaya usted a saber por qué, apostó siempre y en tales fechas por peligrosísimos aguardientes y anisados varios.

Sabemos por la segunda epopeya del aedo ciego que el vino caliente y especiado fue el recurso con el que Circe la hechicera todopoderosa de la isla de Eeo colocó a tope a los guerreros que acompañaban a Odiseo en su accidentada vuelta a Ítaca. Además, aunque el muy prudente Homero se lo calle como un puta, sabemos por Hesíodo que el “de muchos senderos y multiforme ingenio”, seducido por el brebaje, dejó una simiente en la hija del titán y la oceánide que dio lugar a Latino, Agrio y Telégono, cuya memoria guarden los dioses muchos años.

Los romanos organizaron comercialmente el asunto y pusieron sobre los caballetes y tenduchos callejeros el vino caliente especiado al que llamaron Conditum que terminó llegando a las mesas de los meses gélidos en distintas fórmulas, de las que el gran Apicius entresaca para para su recetario, el primero de Occidente, De re coquinaria: el Conditum Paradoxum, vino suave, caliente y animado con pimienta, almáciga, hojas de laurel, azafrán, dátiles infusionados y carbón mineral colado, y el Conditum Melizomum, mucho más recio, a base de pimienta y miel, y fundamentalmente destinado a los viajes largos o las campañas bélicas.

Como ocurre con el jamón, las fronteras del vino caliente especiado coinciden con los limes del Imperio y así han llegado con brío hasta nuestros días el glühwein de los germanos, el italiano vin brulé en general blanco, el glögg sueco, el húngaro forralt bor y tantos otros. Ninguno como el vin chaud al que olía el centro de Bruselas en el fin de año de 2015, un lustro ya, cuando su alcalde comunicó la suspensión de todas las celebraciones previstas para festejar la Nochevieja, tras las detenciones de presuntos terroristas que planificaban atentados en lugares emblemáticos de la capital belga para la noche del 31.

Hacía poco más de un mes de los atentados de islamistas radicales en París que dejaron un rastro de 137 muertos y cuatro centenares de heridos.

En la plaza De Brouckère no hubo fuegos de artificio ni actuaciones musicales; los accesos a Grande Place estaban controlados por militares de élite, pero los vapores a vino caliente y especiado invadían con fuerza el aire helado y animaron a las gentes a seguir viajando, sin miedo a los lestrigones ni a los yihadistas ni a los cíclopes ni al sombrío Poseidón, hacia la lejana Ítaca, bebiendo y brindando por que el camino fuera largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias.

“Escuchando a Filomena/ sobre el chopo de la fuente,/ y ríase la gente”… Góngora dixit.

 



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