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Días Salvajes con un Toque Gourmet



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Miguel Ángel Almodóvar
Investigador y divulgador en ciencia nutricional y gastronomía

El periodista, reportero y escritor David Jiménez, popularísimo a raíz de la publicación de El director, un valiente y lúcido relato de las intrigas de cloaca del otrora cuarto poder, acaba de publicar su tercera novela Días salvajes, calificada como relato sobre el duelo, la culpa, la amistad y la lucha contra el olvido, tras un dramático accidente de tráfico, trufado de alcohol y estupefacientes, en el que pierden la vida dos jóvenes. 

A punto de concluir la lectura de esta brillante novela, cuyas más de trecientas páginas se leen de un embelesado tirón, quien esto escribe asistía a una charla entre el autor y la mítica corresponsal de RTVE Rosa María Calaf, en el contexto de un congreso especializado en viajes y gastronomía que el grupo informativo turolense La Comarca celebraba en Alcañiz. Decidí revisar entonces los menús que aparecen en Días salvajes

Es evidente que Jiménez no pretende aquí, ni de lejos, emular a los Rex Stout, Georges Simenon, Manuel Vázquez Montalbán, Andrea Camilleri o Donna Leon, ni mucho menos a sus alter egos Nero Wolf, Jules Maigret, Pepe Carvalho, Salvo Montalbano o Guido Brunetti, pero pensé que quizá alguno de ellos, tirando un mucho de fantasía, bien podrían aportar algún aditamento gastroemocional a la narración.

La primera de las dos cuchipandas que aparecen en la novela se produce cuando la poderosa familia implicada en el accidente, celebra con un banquete un ventajoso acuerdo judicial, cimentado y bruñido, as usual, en el palco del Bernabéu. En su lujosa mansión de la Moraleja, una cocinera profesional diseña unos pases de ensalada de mango con carpacho de merluza, ostras japonesas y un segundo a elegir entre tartar de buey de Kobe o rodaballo del Cantábrico.

Respecto al bocado de ante, alguno de los antedichos podría comentar, para darle un toque de sostenibilidad medioambiental al asunto, que, con cada mango que se embaula el comensal, se está bebiendo, más o menos, 300 litros de agua, y que como sostiene el Observatorio de Corporaciones Alimentarias, “no hay agua para tanto mango”. Pasando a las ostras japonesas, otro invitado osaría deslizar la maliciosa pregunta de que si son magaki, casi siempre de piscifactoría en el Pacífico, o silvestres de roca recogidas en el Mar del Japón, porque no hay color. Llegados al tartar de buey de Kobe el charleteo derivaría en torno a esa valoradísima variedad de la raza japonesa wagyu criada en la prefectura de Hyogo, bajo estrictas tradiciones y que, según el estándar de marmoleo o grasa entreverada Beef Marbling Standard, debe ser mayor de de seis. Y luego añadir, como al descuido, que en el mercado solo se despacha un buey por cada 10.000 vacas, así que, ojito. Y que  lo de la cerveza, los masajes y la música clásica es cuento de camino. Terminando con el rodaballo no sobraría inquirir si es salvaje o de alguna piscifactoría de las veintitantas repartidas por Galicia, País Vasco o Cantabria, que no en vano España es el primer productor europeo de este sabroso pleuronectiforme.

El segundo banquete que Jiménez certifica se produce con motivo de un acto benéfico que organizan los mismos anfitriones en el salón Cristal del Real Club de la Moraleja, y se sustancia en una vichyssoise: “… que algunos invitados encontraron inadecuada para el clima”, bacalao en salsa de trufa y crema catalana. Aquí, el veneciano Guido Brunetti podría comentar que el entrante lo inventó el cocinero francés Louis Diat en 1917 y en el restaurante neoyorquino Ritz-Carlton donde oficiaba, mientras que Pepe Carvalho, marxista-leninista fracción gastronómica, por el aquel de dar por vía rectal, sostendría que existe documentación que acredita que la vichyssoise la pergeñó un cocinero vasco basándose en la purrusalda, para continuar con una conferencia magistral en torno a la crema catalana como tesoro culinario ancestral, ya que con el nombre de llet malcuita aparece en el Llibre de Sent Soví y el Llibre del Coch, dos recetarios protagonistas de la transición entre el Medioevo y el Renacimiento europeo. 

No obstante hay que subrayar que en la descripción de este banquete el autor se coloca casi al nivel de los clásicos literarios detectives gastronómicos, porque especifica que la cubertería está punzonada por Jean-Emile Puiforcat, el artista francés que en los felices veinte realizó sus diseños de cubertería de plata en un pionero estilo art decó con piezas muy robustas y a la par exquisitamente elegantes. O sea, que, “vaya terminando, amigo”, que diría mi venerada María Teresa Campos, David Jiménez además de apuntar maneras en lo gastro, en el Año del Surrealismo aporta un toque que hubiera convencido a André Breton y a la pasión daliniana por el crustó: “Mientras esperaba, se bebió dos copas de vino y vació un mendrugo de pan”.

 


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