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De la Codorniz Trufada en el Orient Express Y Otras Divagaciones



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MYRIAM GARRIDO RODRÍGUEZ

En una bandeja grande, hecha de ex profeso, con sus rieles al borde, entre éstos se salpica de pan rallado un poco tostado, para imitar la tierra, y, á continuación, una especie de pradera hecha con musgo

sigue una bordura de pasta, que es la que indica la separación para la colocación de las fiambres; en el centro de la bandeja se eleva una especie de roca formada de pasta, y encima un pequeño pueblecito; dentro del interior de la roca se colocan unos acumuladores eléctricos que dan luz á una bombilla que va colocada dentro de la iglesia; ésta, por diferentes huecos, comunica la luz á las ventanas y casitas que están en su contorno, y queda el pueblo alumbrado; sobre los rieles funciona un pequeño tren compuesto de seis vagones; en cada vagón va colocada una cajita de papel con una codorniz trufada, salpicada de pistacho y áspic, y encima la cabeza entera con sus correspondientes plumas. En la máquina, al pie de la chimenea (dentro), se coloca una tirita de papel armenia, que se enciende al momento de servir; s-e da cuerda á la máquina y va funcionando dicho tren con su humo correspondiente. El comensal domina la velocidad del tren al servirse, sin ocasionarle la menor molestia. En la plataforma que forma el hueco de la bordura á la roca, se colocan diferentes clases de sandwichs, formando caprichosos grupos, con sus nombres.

Referente á la confección de las codornices, me abstengo en describirla, por ser conocida. 

Aunque el respetable lector vea mucho volumen en dicha bandeja, puede comprender que todo es en miniatura, y su peso es insignificante. 

El adjunto fotograbado representa el plato dispuesto para ser servido. 

Reciba, señor director, los afectuosos saludos de su atento seguro servidor, q. b. s. m.,

Melquiades Brizuela, Jefe de cocina de la Compañía Transatlántica

Cádiz, abril 1907

 

 

Este extravagante plato frío, a caballo entre un paisaje comestible de Alicia Ríos y un juego infantil, fue publicada con el nombre de “Oriente Express” en la revista el Gorro Blanco ese mismo año, revista que dirigía el prestigioso cocinero Ignasi Doménech.  Y sírveme de introducción para divagar un rato (ustedes me disculparán, con esto del confinamiento) sobre esa ambrosía telúrica que a decir de algunos antiguos marcaba la línea divisoria entre la gente rica y la gente pobre, y a decir de otros más antiguos aún era signo de distinción y de riqueza. Si, por poner un ejemplo, hiciéramos la receta de la ensalada de trufas de Rossini, habríamos de tener para ello como mínimo un buen nivel pecuniario, teniendo en cuenta que la ensalada era literalmente de trufas, más una vinagreta de aceite de oliva, mostaza inglesa, vinagre, limón, pimienta y sal. Decía el compositor-gastrónomo en una carta a un amigo que “la trufa es el Mozart de los hongos… En efecto, yo no conozco nada que pueda comprarse al Don Juan, si no es la trufa: uno y otro tienen de común, que cuantas más veces se los gusta, mayores encantos se les encuentran…”. Por la suculenta receta recibió la bendición apostólica, relata también en la misiva…

 

Relataba el periodista Enrique Sepúlveda que en el Lhardy de finales del siglo XIX el aroma de la trufa narcotizaba. Quizás sea una de sus principales características: ese poder de seducción sensorial, de embriagar la pituitaria y enardecer el paladar. O, como mínimo, como decía otro de mis antiguos de cabecera, de provocar cordialidad y relaciones. Desde luego la trufa ha sido siempre un “alimento”, digamos, sexy. En la mitología clásica se describían las trufas como “los testículos de Adonis enterrados y multiplicado por las Furias”.  El pobre guaperas acabó bajo los colmillos de un jabalí… Y Savarín soltó también entre otras máximas históricas de la culinaria que las trufas, en determinadas circunstancias “vuelve a las mujeres más tiernas y a los hombres más amables”. Diane Ackerman, en su libro UNA HISTORIA NATURAL DE LOS SENTIDOS (altamente recomendable, tanto si estamos confinados como confitados), cuenta que un autor (sin mencionar el nombre) describe el olor de las trufas como el “aroma almizclado de una cama deshecha después de una tarde de amor en los trópicos”.

 

No está de más indicar que la trufa a lo largo de la historia ha tenido otros usos, digamos, menos sensuales y elevados. En la Edad media la trufa tenía fama de ser fruto perverso y encantado y era usado por las brujas en las pociones que se echaban al gaznate en los aquelarres. Menos truculentos son sus usos medicinales en el pasado (el agua de trufa servía contra los vómitos o las diarreas de cólera), o al contrario, pues se decía, según otros ilustres de la medicina, que generaba humores pegajosos y espesos, difíciles de digerir, que producen enfermedades como la parálisis el entumecimiento o dolores de estómago. Cachis la mar, ya quisiera yo que me doliera el estómago por un atracón de trufas, pero no lo veo en el horizonte ni tras la cuarentena…

En lo que a degustación de la trufa se refiere a lo largo de la historia, como casi todo nos viene de los griegos. Sin ir más lejos en un gesto de generosidad le concedieron la ciudadanía los hijos de un conocido cocinero de nombre Cherif, por haber inventado un guiso con trufas. Y los romanos, en sus fiestas interminables, se dignaban levantarse cuando aparecían los esclavos con las fuentes cargadas de trufas de Libia, situándose en modo veneración. Por lo demás siempre se ha asociado la trufa a recetas relacionadas con las aves: pulardas, faisanes, pavos, codornices, a las galantinas derivadas y por supuesto al foie gras. En España, estas recetas siempre fueron traídas a las mesas por la influencia francesa. Pero para cambiar un poco les propongo una receta con trufa de influencia eduardiana que degustaron los desdichados pasajeros de primera clase del Titanic:  Filets mignons Lili (nombrar las recetas en francés por aquel entonces resultaba finísimo). Empecemos por conseguir unos buenos solomillos de ternera, tranchas de foie fresco y por supuesto una buena trufa Melanosporum.  Además, haremos una salsa, con chalotas picaditas y rehogadas en mantequilla, un poco de concentrado de tomate, laurel, romero fresco, una tacita de coñac o vino de Madeira y medio litro de caldo de carne. Reducir todo y filtrar manteniendo caliente. En el último momento haremos los solomillos al punto y las tranchas de foie, que pondremos encima de los solomillos y terminaremos con láminas muy finas de trufa. Si les quedan ganas la receta “titánica” va acompañada de patatas Anna. Más o menos unas patatas panaderas terminadas al horno y con grill para que queden doradas y crujientes.

Y si siguen con ganas, les recomiendo muy encarecidamente la película el festín de Babette, donde la trufa donde en una cena memorable los aburridísimos comensales son agasajados con una espectacular cena francesa, regada con vinos Ídem y, además de la sopa de tortuga y otras delicias, con unas codornices muy, pero que muy rellenas de suculenta trufa. 

En fin, que ya les decía que estaba divagando…


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