Vivimos en una sociedad en la que el consumo de comida precocinada se ha disparado. Cada vez es más frecuente ver establecimientos que permiten comprar platos hechos directos para calentar en el microondas y bandejas con menús para llevar de todos los estilos: arroz tres delicias y rollitos de primavera, ensaladilla rusa, pollo al curry, hamburguesa con queso, lasañas, etc. La gente cada vez se pasa menos tiempo en la cocina preparando la comida y prefiere pedir por encargo una pizza, en lugar de prepararla en casa.
Además se ha incrementado el consumo de alimentos light o bajos en calorías. Es muy difícil ir a un supermercado a comprar flanes o natillas en cuya etiqueta no indique “0% materia grasa”, incluso la nata, que es la grasa de la leche, podemos encontrarla con tan solo un 35% de M.A.
¿Son estas etiquetas (“light”, “0% grasa”, “bajo en sal”, etc.) las que hacen que nos decidamos por comprar un producto u otro? ¿Por qué esa repentina obsesión por consumir estos alimentos? ¿Qué se esconde detrás de ellos? ¿Son verdaderamente saludables?
Mucha gente, cuando empieza determinadas dietas, se obsesiona con contar las calorías y comienza el consumo masivo de alimentos light. ¿Es realmente saludable abusar de este tipo de productos, por el mero hecho de que son “bajos en calorías”? Obviamente no. Sabemos el número de calorías que contiene y eso parece bastarnos. Rara vez nos fijamos en el resto de la etiqueta y no nos damos cuenta de que las pocas calorías que tiene se deben a las grasas trans, nada benignas.
Además, muchos de estos productos llevan una cantidad muy poco beneficiosa para nuestro organismo de aditivos que provocan su ingesta masiva. Esto hace que, lejos de conseguir perder peso o llevar una vida más sana porque el aporte calórico sea menor, conseguimos una gran cantidad de sustancias químicas en nuestro organismo que nos “obligan” a seguir consumiendo toda esa clase de productos.