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Aroma Perenne


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Karina Pugh Briceño



Caminaba de una esquina a otra, descalza con sus pies hinchados y el cabello recogido, un olor a caldo de gallina lleno de hierbas le hacía agua la boca, pero calmaba su hambre con agua fría, pues desde hacía 3 horas estaba en trabajo de parto.

Ella escuchaba el ruido de la cocina contigua, sabía que la sopa estaba ya lista y trataba de distraerse con estos pensamientos cada vez que la punzada de la contracción la hacía palidecer. Estaba sola, como sola había estado desde el momento que se supo embarazada, aquel amor que la llenó de luces y trinos de pájaros se fue dejándole los recuerdos y un corazón latiéndole en la barriga. Pero estaba feliz, había descubierto muchas cosas nuevas durante su embarazo, había aprendido a respirar tan profundamente como para relajar su cuerpo hasta llegar a sentirse casi dormida pero alerta, había aprendido a comer frutas (que antes odiaba), había aprendido a diferenciar sutilezas en los ácidos de las naranjas, escalas de dulzor en las uvas, texturas indescriptibles en cada aguacate, se había reconciliado con la comida después de haber sido su víctima durante años de bulimia feroz. Por una ironía del destino, su embarazo eliminó aquella necesidad maligna de devolver por la vía inversa cuanto alimento tocaba su lengua, para regalarle la paz de una comida bien saboreada y bien asimilada y un amor instantáneo por su cuerpo curvilíneo y el huésped que habitaba en él.

Estaba sana, y a punto de dar a luz. Un color azul índigo le llenó los ojos anunciándole la próxima contracción que le hizo brotar lágrimas, el médico le había dicho que el parto apenas comenzaba, que por ser primeriza pariría tal vez en la noche y aun no era mediodía, se sentó en un sillón y soportó aquél baño de agujas que le caían en el vientre cuando volvió a ver con claridad, la contracción le había dejado un sabor salado en la boca, ya no tenía agua en su cuarto y decidió ir a la cocina a buscarla y a torturarse con el aroma suculento del aquél caldo de gallina que no podía comer.

Al entrar en la cocina quedó deslumbrada, era un lugar amplio, fresco, perfumado por las hojas de cilantro recién cortadas y de las cebollas que se freían en una sartén, la cocinera era una mujer mayor, de cabello pulcramente recogido con un largo vestido de flores y un delantal amarillo, pero el deslumbramiento se debía a la luz, era un sitio iluminado como un hogar y no como lo que era, la cocina de un precario hospital de un pueblo de Latinoamérica instalado en una casona que había pertenecido a un hacendado que cultivaba caña de azúcar en la década de los 40. La cocinera la miró y quedó asombrada por el tamaño de la barriga, redonda y tensa, le preguntó por qué estaba ahí y respondió - šTengo sedš - La cocinera le acercó un vaso de agua helada que tomó poco a poco mientras descansaba su pesado cuerpo en una silla cerca de la mesa donde estaban los ajíes dulces, el perejil, la hierbabuena, los ajos, todos picados listos para ser regados sobre la sopa humeante.

Un bienestar fresco le abrazó el cuerpo, se sintió cómoda con la compañía de la cocinera, pues desde temprano la había escuchado cantar, mientras cocinaba, los boleros apasionados del trío Los Panchos y a propósito tarareó un bolero que hablaba de un mundo raro, a lo que la cocinera respondió de inmediato con una profunda voz de contralto del campo.

Cantaron suavemente, una para distraer los dolores, la otra por el simple gusto de cantar mientras cocinaba, se repitieron las contracciones cada vez más intensas, la cocinera pasaba pedacitos de hielo por los labios y la frente de ella que resistía sin emitir un quejido y que al recuperarse retomaba la canción que habían dejado a medias justo en el tono donde la estaban cantando.
Cantaron sobre mujeres malvadas, sobre hombres tristes, corazones rotos y amores imposibles, siempre afinadas y siempre comentando lo alocado del amor.

En un momento, una contracción anuló los sonidos, la aisló del mundo y la puso frente a sí misma cuando tenía 12 años, rebelde y asustada, aborreciendo la comida y soñando con tocar su guitarra que ya empezaba a regalarle los primeros acordes, se vio con el cabello largo tejido en dos trenzas y logrando afinar su instrumento sola, estuvo mirándose un buen rato, embelesada por la delgadez que lucía en aquél tiempo y por la valentía que se translucía en su mirada de cobre. Cuando volvió al mundo estaba sobre la mesa, no podía retener en su garganta los gritos que salían en una cascada por el dolor sordo que le partía el cuerpo en dos. - šHija, puja, que aquí viene tu hijoš - escuchó en perfecto contralto, miraba hacia el techo mientras su cadera se abría independientemente de ella y el olor del cilantro le llenaba los pulmones. El alma se le escapaba por los poros, perdió la noción del tiempo, sintió que había vivido toda una vida en aquél dolor insoportable pero que le prometía el amor. Las manos de la cocinera, perfumadas por el ají dulce y el culantro, acariciaban su frente sudorosa y le daban una sensación de seguridad sólo comparable a un mar calmo. Y escuchó el llanto, aquél llanto casi inaudible, como el de un gatito, y supo, que estaba hecha de la madera materna con la que se esculpieron las madres más felices de la historia.

Su hijo había nacido sobre la mesa de la cocina, la única enfermera del hospital, llegó sudada y con la respiración agitada, casi reclamando el adelanto del parto y la idea enloquecida de parir en el depósito del hospital, un lugar abandonado y sucio, que por alguna razón, jamás lograban clausurar, donde algunos aseguran haber visto a una mujer espectral que cocinaba cantando, y donde de día y de noche se siente el aroma de un caldo de gallina perfumado con hierbas.


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