.
Mi historia con la cocina no comenzó en una escuela gastronómica ni entre fogones profesionales. Mi amor por la cocina surgió en el corazón de una casa con alma y vida propia, llamada La Goleta, la finca de mi bisabuela, custodiada por aromas, recuerdos y fantasmas benévolos. Allí desde niña fui testigo de una pasión transmitida por féminas y cucharas de palo, con aromas envolventes de una lareira humeante, al compás de alboradas gallegas, a las que la preciosa voz de mi madre se sumaba, y que se elevaban como humildes plegarias, mientras las mujeres se dedicaban a tareas culinarias muy diversas, donde la comida era más que alimento: era cultura, identidad y afecto.
Con apenas cinco años, aprendí a cocinar de la mano de mujeres sabias, rodeada del rumor del río Masma y el calor de un hogar siempre encendido, al lado de mi fiel niñera Dora, que me regaló una pequeña olla, un cazo y una sartén (los mejores regalos que nadie me hizo en mi vida) y me instruyó en el arte de prender la cocina económica; lo que me encaminó a que la cocina fuera una constante en mi vida, además de un refugio y una forma de expresión creativa.
La Goleta estaba situada en un maravilloso paraje natural de la mariña lucense en las rías altas gallegas, muy cercana a la magnífica playa de las Catedrales. Este lugar privilegiado era bien conocido por la importancia que se le daba al “buen yantar”, y donde su cocina (popular, clásica, internacional, etc.) era, según Álvaro Cunqueiro, una de las grandes cocinas de Galicia. En mis estancias veraniegas disfrutaba de increíbles manjares, cuya preparación contemplaba con una fascinación impropia de una niña de cinco años, que no quería perderse ni ripio de lo que allí se cocinaba. En aquella arcadia feliz el característico aroma del chocolate ("poco cocido y bien batido") era la señal del primer albor de la mañana, incluso más que la propia luz del día. En pleno ferragosto, se bajaba del desván la olvidada heladora de corcho, que se llenaba de hielo sacado de dios sabe dónde, para hacer un helado que mi bisabuela acuñó como biscuit glacé (quizá porque era la receta francesa original), o quizá porque quería hacer este acontecimiento más exótico. Y es que en aquella casa todo era extraordinario, solo comparable a las historias gallegas de Valle Inclán o Torrente Ballester. Y fueron estas y otras vivencias las que infundieron en mí una pasión por la cocina que nunca abandonaría. (Foto de La Goleta original, entre el río Masma y el maravilloso bosque de robles y castaños).
La familia de mi madre procedía de la burguesía del campesinado, aunque los varones se habían dedicado tradicionalmente a la medicina rural (algún anciano del lugar recordaba la estampa dormida de mi bisabuelo a lomos del caballo, que lo traía de vuelta, en una noche de parto). Mi padre, un andaluz ilustrado, arribó en Galicia casualmente, tras obtener una plaza por oposición. Para mis antepasadas galaicas “el arte del buen comer” era una de las cuestiones más importantes de su vida, sin duda, porque encontraban en esta labor la terapia y creatividad que les ayudaba a sobrevivir a un mundo cerrado, aislado y rígido. Personalmente, tengo que confesar que, en momentos complicados de mi vida, la cocina fue también para mí un bálsamo, un refugio y ¿por qué no? una terapia muy efectiva.
Pero aquella niña, pronto se incorporó a los estudios de la época: realizó su bachillerato y luego se graduó en la Universidad Complutense de Madrid. Se casó con un médico y comenzó a trabajar “sin necesitarlo”, como antes se decía; al tiempo que preparaba aquellas temidas oposiciones para ser funcionaria. Durante más de 4 décadas desarrolló una carrera profesional como docente (catedrática de Instituto) y más tarde se incorporó a la universidad como profesora titular de la Univ. de Granada.
Sin embargo, su importante trayectoria como docente e investigadora se entrelazó con su rol de ama de casa, como pionera que fue de las primeras generaciones de “mujeres trabajadoras”, que se entregaron por completo a la vida "fuera" y "dentro" del hogar, hasta que las líneas entre estas dos realidades se desdibujaron por completo. Y aún hoy, siente un profundo asombro y tristeza ante el desinterés social hacia las incansables y dedicadas servidoras de sus familias, guardianas de valiosos saberes. Y como en la desgarradora melodía de Pete Seeger, se pregunta: “¿Dónde han ido a parar aquellos valiosos saberes de las amas de casa, de épocas pasadas? Todos ellos reposan olvidados en sus tumbas, como tesoros silenciados en la memoria colectiva, que deberían ser recuperados y valorados”.
Pero afortunadamente, éste no fue mi final y, cuando me jubilé, a pesar de haber tenido ofertas de trabajo muy tentadoras, no las contemplé ni un segundo. Mi futuro estaba escrito: “Uno siempre vuelve al primer amor. En mi caso, LA COCINA”.
Al poco tiempo de jubilarme, una tarde enfrascada en una nostálgica ensoñación sobre aquellas cuatro décadas fuera de mi tierra, Galicia, me vino a la cabeza un sueño recurrente, sobre una antigua lareira gallega, con extraños personajes, pululando y multiplicándose en tareas culinarias; y como la protagonista de Rebeca en Manderley, al día siguiente me despertaba diciendo: “Anoche soñé que volvía a la Goleta”. Y aquel sueño de la casa de mi bisabuela fue semejante a lo que había dado lugar en Marcel Proust a la magdalena de Combray: un ariete para recuperar todos aquellos años de mi infancia y de mi niñez, que intuía habían sido la piedra angular de mi vida posterior.
algunos de mis libros
Los libros de Carmen Pérez Basanta
.