(Un relato novelado por Carmen Pérez Basanta, basado en la autobiografía de Julia Child, My Life in France)
El miércoles 3 de noviembre de 1946, mi marido y yo embarcábamos en el ferry con destino al Havre, donde al día siguiente alquilaríamos un coche rumbo a París. Para una americana como yo, joven, recién casada y en su primera visita a Europa, Londres era una ciudad atractiva llena de espectáculos, de historia, de bullicio, y de los mejores comercios del mundo... pero París... Paris era París. Había soñado tantas noches con la capital francesa, con sus avenidas, con sus artistas bohemios, con sus mercados llenos de alboroto, donde los mejores productos se daban cita, para acabar en el más exquisito restaurante o en un pequeño bistrot de Montmatre. Y, sin embargo... para llegar a la ciudad de la luz había que atravesar un Canal de la Mancha que aquella noche se había despertado embravecido, empecinado en hundir aquel pobre ferry, que más parecía una barquichuela, tal eran los envites con los que el furioso mar lo zarandeaba.
Mi marido no tardó en acomodarse sobre una hamaca situada en el interior del transbordador y, con la ayuda de una copa de whisky, se quedó dormido. Sola y sin poder dormir, salí a tomar algo de aire fresco en la proa, a pesar de que la noche era heladora, pero las constantes salpicaduras del mar y el fuerte viento aminoraron mi mareo. Una espesa niebla lo cubría todo. Media docena de borrachos deambulaban por cubierta, quizá para librarse de la cogorza que llevaban encima (se contaba entonces que muchos ingleses cruzaban el Canal sin otra intención que llevarse puesto los royalties del alcohol). Una señora de edad incierta con un sombrero cloché reía junto a un niño somnoliento. ¿Sería esa la nueva moda de París? Todo aquel escenario era extraño para mí. Sí, allí estaba yo, una provinciana norteamericana, camino de un continente que para mi familia estaba habitado por intelectuales, demócratas y comunistas (no sé qué era peor); y en cuanto a los franceses los adjetivos "bárbaros y malolientes" no era de lo peor que decían de ellos. En aquel amanecer oscuro y gélido, desafiando al frío helador y agarrada a la baranda para no caerme, me sentí de pronto tan vulnerable como aquel ferry que intentaba cruzar el canal.
Hacía sólo unos meses que Paul y yo nos habíamos casado en Washington y tras la boda pensamos volver a China, donde habíamos pasado días tan felices. Pero el destino le tenía preparado un cambio inesperado a su vida, y por tanto a la mía: la embajada americana en París ofreció inesperadamente a Paul la oficina cultural, un destino que ningún diplomático podría rechazar. Toda la familia nos felicitó y la precipitada elaboración del equipaje, se convirtió en un acontecimiento continuo, al que mi madre, mis primas y todas mis amigas colaboraron de manera activa: este sombrero para las recepciones en la embajada, este foulard para los cócteles, Vanity Fair dice que la última moda de París es el zapato abotonado. Después de todo, París no dejaba de ser también para mí una oportunidad; iba, por fin, a disfrutar de la libertad que ansiaba desde mi graduación. El sueño de cualquier recién casada. ¿Por qué entonces sentía aquella noche que el futuro se presentaba tan amenazador como la niebla que nos cubría? No había tenido un minuto libre desde la boda y ahora que estaba por fin sola tuve miedo. De pronto, tuve la certeza de que pronto dejaría de ser Julia Child para convertirme en "la señora de", una existencia tan convencional como la de mis antiguas amigas de Pasadena, como la de mi madre, con sus sombreros de Vanity Fair y sus foulards de moda. Deseé volver a China, donde me había sentido útil, donde Paul y yo habíamos sido felices. Si al menos me hubiera preparado... si el traslado no hubiera sido tan repentino... si lo hubiéramos pensado mejor… Recordé las palabras de Paul sobre cómo hay que aprovechar las oportunidades inesperadas que la vida te ofrece. ¡Maldito cambio de vida!, pensé. Si hubiera aprovechado la primera oportunidad que la vida me había ofrecido ahora estaría en el County Club de Pasadena bebiendo un gin tonic tras otro, y no contigo en este barco. No hay que dejarse seducir por los cambios de vida, que siempre lo trastocan todo.
¿De qué me había servido ser la rebelde de la familia? Yo provenía de una familia tradicional y adinerada de Pasadena, había estudiado en el elitista internado Katherine Branson School, y me gradué en Historia del Arte en el prestigioso Smith College. Hasta ese momento cumplí con lo que se esperaba de mí, pero nadie contó con que empezara a pensar por mí misma. Tras graduarme, mis desafíos a los principios familiares se hicieron constantes. Ante el desconsuelo de mi madre, me fui a la pérfida Nueva York, sin duda en busca de libertad, y allí realicé trabajos de toda índole, hasta que entré en la agencia del servicio de inteligencia (el equivalente a la CIA actual). En una de mis escasas visitas a casa, rechacé una oferta de matrimonio de un conciudadano republicano, que hubiera colmado de alegría las pocas expectativas que mis padres tenían sobre un futuro matrimonio. No fue fácil: el muchacho era atractivo y mi 1,90 de estatura y mi voz chillona no me situaban con ventaja en la carrera del matrimonio. Contra todo pronóstico, pronto tuve otra proposición tentadora de otro joven republicano, que tal vez espoleado por mi fama, esperaba presentarme como "su trofeo de caza" en el county club. Lo rechacé de inmediato, con el olfato de que aquella unión me hubiera llevado, tarde o temprano, al alcoholismo, como ocurrió con algunas de mis mejores amigas. Aquella decisión creó en mis padres el mismo malestar que en los padres de Elizabeth Bennet cuando rehusó la oferta del Sr. Collins en Pride and Prejudice (Orgullo y Prejucio); a mis 32 años quizá sería mi última oportunidad de formar un hogar. Ante el cataclismo familiar sólo podía volver a Nueva York, donde me ofrecían un trabajo en la embajada americana de Ceylán. Estábamos en 1942, Hitler había conquistado Europa, y los EE.UU. habían entrado en guerra hacía pocos meses. Nadie en su sano juicio habría abandonado Norteamérica en plena Guerra Mundial; nadie que no necesitara poner tierra por medio. Por eso, cuando en 1944 tuve que escoger entre volver o aceptar un trabajo en la convulsa China, no lo dudé. Ningún destino estaba lo bastante lejos y China era un lugar como otro cualquiera. Poco podía presentir que pronto iba a dejar de serlo cuando conociera al que sería mi compañero durante 50 años, Paul Child.
Paul era demócrata, intelectual, filósofo, poeta, fotógrafo, inesperado: un ferviente amante de la vida. ¿Qué podría ver en mí sino una pueblerina con ínfulas, una "dama que llevaba con clase y valentía su condición de solterona? Así mismo lo pensaba. Además, existía entre nosotros barreras insalvables; o, como él decía, más que barreras, rodapiés: él medía 1,60 de estatura y yo 1,90. Para colmo, Paul era un consumado gourmet y yo una completa analfabeta en las artes culinarias. ¿Cómo iba a presentarlo en una casa dónde se tenía el férreo convencimiento de que el placer por la comida era propio de culturas bárbaras y hedonistas y que sólo estaba bendecido por Dios el día de Acción de Gracias? Pese a todo, se forjó entre nosotros una sólida amistad que acrecentada por la guerra se convirtió en amor. En 1946, terminada la contienda, nos casamos. Yo sabía que para mis padres ni Hitler hubiera sido peor elección, pero no rechistaron: Paul les imponía demasiado respeto y a mí ya me daban como caso perdido.
No pegué ojo en toda la noche. Por fin desembarcamos en el puerto francés, recogimos nuestro voluminoso equipaje, alquilamos un coche y emprendimos viaje rumbo a Paris. Quería contarle a Paul mis miedos de la noche pasada, pero el ruido del motor hacía que tuviéramos que gritar para oírnos, así que decidimos dejarlo para cuando hubiéramos llegado a París. A medio camino, Paul, siempre inesperado, decidió de improviso hacer una parada en Ruán para comer en un restaurante especializado en pato, del que había oído hablar: La Courenne. De nada sirvieron mis quejas por el largo viaje y el cansancio de la travesía: desde China compartíamos la predilección por el pato y una ocasión así no debíamos dejarla escapar. Me dejé convencer, una vez más, y entramos en el establecimiento “La Courenne”, decorado al estilo art nouveau, que mostraba un ambiente desenfadado y cordial, que nada tenía que ver con los tristes comedores neoyorkinos, a los que estaba acostumbrada. Un camarero excesivamente parlanchín nos ofreció la carta, que, con mi escaso francés, entendí a duras penas. Mientras yo me las arreglaba para elegir el primer plato, Paul cambió de parecer a sugerencia del entusiasta garçon y pidió para los dos: ostras, lenguado meunière, ensalada verde, y queso, todo ello acompañado de una botella de Pouilly-Foumé. Estaba cansada y dolida y sabía que iniciar una discusión en ese momento habría abierto la caja de Pandora de mis miedos y no quería empezar nuestra vida en Francia con una bronca. ¡Había que comer pescado, pues adelante con el pescado! En mi familia sólo se permitían arenques al desayuno, fritos de bacalao el Día de Acción de Gracias, y truchas que asábamos en el bosque cuando íbamos de pesca. ¡Por no hablar de las ostras! para mi madre no había en el mercado ser más pecaminoso e incitador a la lujuria; y comérselas crudas y vivas, estaba sólo a un paso del canibalismo! Este recuerdo me animó a vencer mis prejuicios y me tragué una entera de golpe, casi con miedo a masticarla: ¡¡¡para mi sorpresa, estaba deliciosa!!! La siguiente aún mejor. Y la tercera fue él no va más. Pero lo bueno estaba por llegar. El mismo camarero locuaz que nos había tomado la comanda apareció revestido de gran ceremonia para traer dos grandes lenguados meunière. Los dejó sobre la mesa y se fue sin mediar palabra, como si toda la verborrea anterior estuviera ahora de más ante el fastuoso sacramento que estábamos a punto de oficiar y del que él era un humilde diácono. Envuelta en ese silencio reverencial evoqué la opinión de mi familia sobre el carácter francés y temí darles la razón, pero cuando probé el primer bocado... ¡jamás había visto ni degustado nada semejante! La travesía, el cansancio de la noche en vigilia, los miedos, mi familia republicana y hasta mi acechante vida de alcohólica, todo se difuminó como por encanto, para dejar sitio a un único estímulo: el sabor de ese lenguado insólito. Mi recuerdo de entonces ha quedado grabado en mi memoria tan firmemente como los salmos que se recitaban en mi casa. Años más tarde, en mi autobiografía, escribí:
Apareció aquel lenguado de Dover, entero, perfectamente dorado en salsa de mantequilla con un salpicado de perejil por encima ... Cerré los ojos e inhalé el maravilloso aroma que desprendía. Entonces me llevé el pescado a la boca y le di un bocado. La carne del lenguado era delicada, y el sabor del océano se mezclaba maravillosamente con la salsa dorada de la mantequilla. Lo mastiqué lentamente y lo tragué. Era un bocado de perfección. [Traducción mía del francés]
Aquel primer encuentro con la cocina francesa fue: "the most exciting meal of my life" ("la comida más maravillosa de mi vida") y provocó algo extraordinario dentro de mí, algo que me llenaba de confianza en el futuro. De inmediato todos mis temores empezaron a disiparse, mis ideas se aclararon y de inmediato tomé la firme resolución de que: "aquella nueva vida en Paris” sería “an opening up of the soul and spirit for me” (“una apertura de mi alma y de mi espíritu”). ¡Qué encantamiento tenía aquel pescado! Paul me preguntó qué era aquello que me preocupaba en el coche, levanté un instante la mirada del plato, lo miré con inmenso agradecimiento, pero no respondí a su pregunta: tiempo habría para confidencias, pero ese momento estaba reservado al “lenguado meunière” y se debía enteramente a él. Sólo pude responder: ¡¡¡"Paul, nunca he probado nada tan bueno!!! Él, como siempre, me entendió. Y nos enredamos en una conversación sobre la comida, la magia del amor y la vida en común, que ha durado desde entonces.
Así empezó mi viaje iniciático en el viejo continente, y mi decisión de aprender a cocinar.
Cuando mi padre se enteró, me envió dinero para pagar una cocinera, pero yo ya pertenecía a la casta de las mujeres “deservientadas”… ¡Y aprendí a cocinar! ¡Vaya si lo hice! Desde aquel momento, mi máxima fue: “¡Cualquiera puede cocinar si se lo propone!” Y fue entonces cuando se cumplió el final de los cuentos de hadas: Comimos perdices, ostras, lenguados meunière y toda clase de exquisiteces francesas, sin olvidar la tarta Tatin; y ¡para sorpresa de todos!, cocinado por mí! Supongo que la motivación de tener a mi lado a un compañero tan extraordinario como Paul, tuvo mucho que ver en esa decisión.
(La receta del “lenguado meunière” lo encontraréis detalladamente explicada e ilustrada en mi libro de cocina “Recetas para la Navidad y otras Fiestas” (Amazon edit.). Y otros extraordinarios retazos de la vida de Julia Child aparecen en mis seis libros de cocina publicados por Amazon.