El roscón de Reyes no es solo un pastel: es una corona comestible, fragante y compartida, en la que el sabor, la historia y el ritual se entrelazan. Su miga esponjosa, aroma de azahar y juego de sorpresas lo convierten en un dulce único, inseparable de la memoria colectiva de la Navidad.
El roscón de Reyes nunca fue un dulce que se preparara en mi casa. No porque no nos gustara, sino porque siempre aparecía por arte de magia, traído como regalo de manos ajenas. Y vivíamos con esa certeza tranquila, sin detenernos a cuestionarla. De niña no veía nada extraño en aquellos regalos destinados a mi padre; y nadie hablaba entonces de intereses ni de límites éticos. Eran tiempos en los que dar las gracias era algo sencillo, casi inocente, y en los que quienes tenían poco ofrecían, sin dudar, lo único que poseían.
Más adelante, comprendí mejor esta idea gracias a una de mis novelas más queridas, Matar a un ruiseñor. En ella, Scout Finch, una niña de seis años, pregunta a su padre, un tanto desconcertada, porqué aceptan un pequeño paquete de nueces de un hombre pobre. Atticus Finch —uno de los personajes más íntegros de la literatura universal— le explica que ese gesto es una forma de expresar gratitud, un acto sincero de reconocimiento. Esto me hizo entender que aceptar un regalo de un desposeído era respetar su dignidad; porque cuando alguien tiene tan poco, dar algo —por pequeño que sea— es un acto de valentía y hasta de igualdad social.
La historia del roscón de Reyes
Los historiadores de la gastronomía sitúan el origen del roscón de Reyes en un tiempo muy anterior al nacimiento de Cristo. Ya en la antigüedad clásica, los romanos celebraban unas festividades de carácter pagano llamadas “Saturnales”, que se prolongaban durante una semana —hasta el 25 de diciembre—, coincidiendo con el solsticio de invierno. Estas celebraciones, lejos de ser exclusivas de Roma, eran comunes a numerosas civilizaciones que rendían culto al renacer de la luz y al despertar simbólico de la naturaleza.
Saturno, dios romano de la agricultura —identificado en la tradición griega con Cronos, una de las divinidades primigenias—, presidía estos rituales en los que se exaltaba el ciclo eterno de la vida y el retorno del sol. Entre los elementos más destacados de aquellas celebraciones figuraba una torta de forma circular, elaborada con higos, dátiles y miel, que se repartía entre todos los participantes. Y, curiosamente, en su interior se ocultaba un “haba”, símbolo ancestral de prosperidad y de fecundidad, y aquel que la encontraba era proclamado, “rey de reyes” por un día, invirtiendo de manera lúdica el orden social establecido.
Con el paso de los siglos, el cristianismo supo apropiarse de esta tradición y adaptarla a su propio imaginario colectivo. La torta circular pasó a interpretarse como una corona, vinculada a la Epifanía y a la llegada de los Reyes Magos. Esta asociación encontró una sólida base teológica en el Evangelio de Mateo, donde se alude a la “manifestación” de Jesucristo en el mundo, a través de la visita de los Magos de Oriente —La Epifanía—. De este modo, una celebración pagana se transformó en un poderoso símbolo cristiano, enlazando creencias, culturas y épocas.
El roscón se convirtió así en un auténtico puente entre civilizaciones: desde las Saturnales romanas hasta su lugar privilegiado en las festividades de la Epifanía, y terminó encarnando la riqueza histórica y cultural de la mesa navideña europea.
La tradición se difundió pronto por todo el continente, y, como en tantas ocasiones, Francia desempeñó un papel decisivo en su evolución. Aunque hoy la Epifanía francesa se asocia principalmente con el pastel conocido como galette des rois, un típico hojaldre relleno de crema de almendras —también celebrado en Bélgica—, pero fue la couronne o gâteau des rois: un brioche en forma de corona, semejante al roscón, la que sobrevivió y se convirtió en el predilecto de la monarquía francesa, documentado en la cocina de Versalles ya en 1684.
Desde allí, la costumbre cruzó los Pirineos de la mano de Felipe V, primer monarca borbón de España y nieto de Luis XIV. Según el gastrónomo gaditano Dionisio Pérez, en su obra La cocina clásica española (1936), el rey celebraba la Epifanía en Madrid al estilo francés, probablemente degustando este pastel. La tradición del haba se mantenía, evocando de forma remota las antiguas Saturnales, en las que el afortunado se convertía en soberano efímero, con licencia para subvertir jocosa y temporalmente las normas cortesanas. No obstante, esta costumbre no arraigó de inmediato en España.
A comienzos del siglo XIX, el pastel de Reyes era prácticamente desconocido en nuestro país. Su popularización llegó un poco más tarde, de la mano del entusiasmo por las modas gastronómicas francesas tras la Revolución. La primera referencia en la prensa española data de 1848, en el diario El Español, en donde se menciona como un “gran bizcocho que llaman torta de Reyes”, con un haba o almendra oculta para designar al rey de la reunión. Se recomendaba adquirirlo en la pastelería de la Fonda de San Luis, en la madrileña calle Montera, regentada por el francés Soulant, rival del célebre establecimiento Lhardy. Estos primeros roscones sedujeron a aristócratas y a la burguesía acomodada, deseosa de refinamiento y novedades. Se servían en banquetes, fiestas y veladas en la víspera de Reyes. Entre sus primeros entusiastas figuraron los duques de Alba, cuñados de la emperatriz Eugenia de Montijo, símbolo del buen gusto europeo, cuya influencia en la moda, la literatura y la cocina inundó España de elegancia gala.
Sin embargo, no sería hasta finales del siglo XIX cuando el roscón se consolidó como un emblema de las celebraciones navideñas populares. Con el tiempo, incorporó el agua de azahar y las frutas escarchadas, herencia probablemente de la tradición repostera árabe, dotándolo de un carácter profundamente hispano. Hoy, el roscón de Reyes es mucho más que un dulce: es un emblema de la Navidad española y un evocador testimonio del pasado.
La esencia del roscón de reyes
Me gustaría transmitiros la esencia del roscón, no únicamente como una creación gastronómica excepcional, sino como una experiencia cultural y emocional: un ritual compartido, tejido por distintos planos que se complementan y se enriquecen mutuamente.
1. El roscón como experiencia sensorial
El roscón seduce antes incluso de ser probado, semióticamente, el roscón, con su forma circular, abierta y generosa, invita a compartir: su superficie dorada, salpicada de frutas glaseadas, almendras y azúcar perlado, nos recuerda una corona, digna de un entronamiento real. Al partirlo, su miga revela una textura tierna, aromática, aérea y ligeramente cremosa, fruto de una fermentación intermitente, pausada y cuidadosa, una de las exigencias para un horneado perfecto.
Cuando lo degustamos su sabor es delicado y con una dulzura medida, realzada por los cítricos y el perfume del agua de azahar, que aporta una nota floral inconfundible—en este caso, tengo que subrayar que el agua de azahar debe ser de la marca “Luca de Tena”, la mejor del mercado, comercializada en Sevilla, y sin duda insustituible —se puede comprar en cualquier farmacia—.
El roscón no es ni empalagoso ni pesado; más bien es el acompañamiento ideal para compartirse sin prisa, alargando una sobremesa que parece no tener fin.
2. El roscón como augurio de la vida
Más que un dulce, el roscón es un acto de encuentro, un rito que une generaciones en torno a la mesa. Y reitero que no es solo un producto gastronómico, sino un presagio de lo que nos espera a cada uno de nosotros en el futuro. Cada vez que se corta para servirlo en los platos, se producen miradas expectantes, risas cómplices y susurros de anticipación de la sorpresa oculta, que se desvelará —el haba o la figurita o figuritas— y como un Nostradamus cualquiera actuará como un oráculo que invita a imaginar caminos, alegrías y giros inesperados que nos aguardan en la vida. Cada porción no contiene solo sabor, sino que nos recuerda que la vida se teje de secretos y sorpresas de lo que está por venir.
3. El roscón como herencia histórica
Su singularidad reside también en su larga trayectoria cultural. Pocos pasteles pueden presumir de enlazar las Saturnales romanas con la simbología cristiana de la Epifanía y finalmente con la repostería moderna europea. El roscón, en esencia, es un superviviente histórico, capaz de adaptarse, sin perder su esencia, a la historia de la humanidad, y esa continuidad le otorga una profundidad que va más allá del mero placer degustativo.
4. El roscón como identidad nacional
Con el tiempo, el roscón ha incorporado nuevos ingredientes y aromas —las frutas glaseadas y el azahar—, normalmente de origen árabe, que lo han convertido en un dulce inequívocamente español, reconocido y reconocible, y esperado cada año. Su consumo se asocia a un momento concreto del calendario, lo que refuerza su carácter excepcional: no es un pastel cotidiano, sino el último símbolo de la fiesta navideña.
5. La expectativa del roscón
El roscón siempre ha sido, para mí, un pequeño milagro. Como ya he mencionado, no era un pastel heredado: nunca se preparó en la casa de mis padres, ni tampoco en la mía propia —donde el regalo era para mi marido médico—, hasta bien pasados los años. Por las mismas razones que las referidas anteriormente: siempre había un cliente, o más de uno, que lo brindaba como regalo de Navidad. La magia residía en la expectativa de la entrega, que alguien, cada año, nos regalaba. Y ese gesto, más que el sabor, era lo que alimentaba nuestra ilusión y expectación.
En mi niñez, debido a la enorme demanda de roscones en las pastelerías, la entrega del roscón siempre se demoraba y la comida de Reyes se convertía en una tensa y preocupante espera, hasta que asistíamos a la aparición rutilante del esperado roscón.
Para mí, el roscón siempre ha simbolizado la incertidumbre de la vida y la paciencia expectante. Durante años, cada 6 de enero me preguntaba si aquel año la tradición se cumpliría. ¿Habría ocurrido algo a la persona o personas que nos lo traerían? ¿Se habrían olvidado de nosotros? ¿O estaría la pastelería desbordada por la demanda? ¿O quizá habría fallecido el cliente en cuestión? Los minutos previos a la llegada del repartidor, yo era un manejo de nervios: la comida de Reyes se convertía en un tiempo suspendido, en un ritual de tensión y desasosiego —tic tac, tic tac, tic tac— y el timbre no sonaba. Y entonces, sonaba el peta-peta, que solo se usaba en ocasiones excepcionales y urgentes y por arte de magia era "el muchacho del roscón", y con la propina ya preparada se resolvía la incógnita. Y de repente la Navidad de aquel año completaba su ciclo. Y no recuerdo regalo alguno que se recibiera con más expectación y alegría. Y no recuerdo ningún día de Reyes donde no hubiéramos comido roscón, ni en la casa de mis padres ni en la mía propia.
En Galicia, donde las historias, las leyendas y los mitos son tan queridos y populares, existen además muchas tradiciones que se ocupan especialmente del arte “mántico” —o de las profecías—, y entre ellas estaban las referidos a las sorpresas del roscón —verdaderos pronósticos de lo que está por llegar— en torno a las figuritas de cristal, porcelana o plateadas de la época, que anunciaban lo que está por llegar; y eran muy semejantes a la tradición inglesa los “charms”—sorpresas del pastel de navidad inglés, el famoso Christmas pudding—. Estos charms eran encantadoras miniaturas, que se iban interpretando: “un elefantito” prometía viajes lejanos, “una moneda” presagiaba riqueza, “una campana” anunciaba boda, un “dedal”, era señal de soltería, “un botón”, hallazgo de pareja para el hombre, mientras que “un anillo” lo era para la mujer, y “la herradura” siempre estaba asociada a una suerte asegurada. No existía el “haba”, que en Madrid era mala fortuna y le tocaba al pagador del roscón.
Cuando empecé a confeccionar el roscón en mi propia casa, decidí, con gran determinación, incluir la tradición de estas figuritas en miniatura, cuidadosamente elegidas y extraídas de muy diversas fuentes, para un ritual que generaba diversión, misterio y un sinfín de hipotesis sobre un futuro cargado de emoción e incertidumbre.
6. El roscón de reyes en mi libro Reposteria Clásica (vol.1)
Todo lo dicho anteriormente me hizo sentir un genuino deseo por aprender a hacer el roscón, a pesar de los pesares, porque todo el mundo le atribuía una gran dificultad y laboriosidad. Mi búsqueda de su receta comenzó con respeto y devoción. Sabía que me enfrentaba a una receta legendaria, y no quería "cualquier receta sino la receta prístina". Tras muchas pesquisas y averiguaciones, la encontré en una web —My European Cakes—de Luis Olmedo Calleja hace unos 15 años. Me cautivó por su pasión, su rigor científico y el amor con que describía cada detalle. Durante un mes entero, jugué con la masa, experimenté con los ingredientes, anoté cada fallo, confirmé que mi deliciosa crema pastelera sería el relleno del roscón, y elaboré, con meses de anticipación, las frutas escarchadas, cuya receta procedía de la Goleta, la casa de mi bisabuela. Todo ello acompañado de montones de fotografías para ilustrar la receta.
En realidad, hice muchas modificaciones en los tiempos de fermentación para adaptarla al ritmo de vida actual, lo rellené con mi crema pastelera (nada de nata o chocolate) y lo decoré como si de una joya real se tratase. Pero la esencia se mantuvo intacta. Y es que, aunque parezca complicado, con paciencia y cariño cualquier lector apasionado por la cocina descubrirá que hacer un roscón es una delicia mágica y muy gratificante.
Finalmente, el roscón que surgió de mis manos me dejó maravillada. Cuando alguien se asoma a mi roscón, la primera impresión es de gran dificultad, que sinceramente yo no comparto, porque si realmente seguís las instrucciones al pie de la letra y estáis muy motiv@s ante el “arte culinario” es como dicen los ingleses “a piece of cake” o una leyenda urbana.
No quiero dejar de destacar las frutas confitadas —higos y naranjas—, tan denostadas por algunos, y que para mí lejos de ser un adorno postizo, constituyen una parte esencial de este maravilloso bollo aromatizado. La receta de estos glaseados, procede de la susodicha Goleta, y es pura artesanía —desde el pinchado inicial de los higos, a las 9 días de coción diaria de solo 5 minutos—. Estos higos dulces y en su punto de maduración solía adquirirlos de una anciana gallega, que venía a pie desde una lejana aldeita, hasta el mercado de Santiago, donde colocaba sus únicas mercancías —higos y huevos— que traía de su hortiña, con la que sobrevivía.
Con la covid se perdió su rastro y, por más indagaciones que hice, nunca volví a saber de ella. Pero en mi memoria permanece imborrable, aquella figura casi esperpéntica, de aire valleinclanesco: desmesuradamente alta y enjuta, desdentada, con la faz cuarteada como papel engurruñado, nariz larga y afilada, pañuelo negro ciñéndole la cabeza y delantal también negro, como de un luto perpetuo. Apenas había cruzado con ella más que unas pocas palabras a lo largo de los años —y no por mi culpa que soy de natural parlanchín—. Y lo que más me conmovía de ella era que a pesar de aquella ruina corporal, conservaba una dignidad severa, intacta, que imponía respeto.
Todavía cada vez que preparo el roscón y dispongo las frutas escarchadas, su imagen regresa inevitablemente, como si aquel bollo aromatizado fuese también un homenaje silencioso a su presencia y a su historia. Hoy tengo que reconocer que en el caso de mi roscón sus higos le aportaban un toque único de exquisitez que lo distingue claramente de los roscones comerciales, y de muchos otros. Aquella aldeana salida de un cuadro del gran pintor gallego Manuel Colmeiro, representaba la tosquedad primitiva y brusca de la mujer gallega, sin filtros ni adornos, que refleja la dureza de una vida consumida hasta el límite.
Y termino con una nota de euforia. No puedo dejar de reiterar que me encanta hacer el roscón, y cada vez me resulta un proceso más fácil y gratificante. ¡¡¡Y es que el proceso de aspirar a la excelencia es más importar que el hecho de conseguir un roscón excelente!!!
N.B. Entre mis grandes recetas, el roscón es sin duda una de ellas. Sin embargo, “el marrón glacé”, que mi padre regalaba a mi madre durante el cortejo de su noviazgo sigue siendo la más admirada. La busqué incansablemente, primero en España y Francia, hasta encontrarla en Japón, donde se trabaja la castaña mejor que en ningún sitio del mundo; y tuve que traducirla del japonés, y hasta los envolví con un precioso papel japonés. Pero su gran lección no fue culinaria sino humana: entendí como el matrimonio de mis padres, una unión totalmente “oximórica” —imposible en sus términos— había sido plenamente feliz. Otra de mis grandes elaboraciones han sido los macarons, que me metieron de lleno en el súmmun de la pastelería posmoderna y casi muero en el intento: sí, dos meses me tiré para elaborarlos, pasando de la ascética a la mística. La verdad es que conseguir un buen macarrón es como alcanzar el santo grial o la piedra rosetta, pero confieso que en su redacción no me he dejado en el tintero ni una sola advertencia ni precaución para conseguir “el macaron ideal”.
Estas tres recetas están en mi libro de Repostería Clásica (Vol. 1), al módico precio de 9,99 EU, con más 600 págs con un buen elenco de fotos. Y las recetas detalladamente explicadas e ilustradas os facilitarán sobremanera su comprensión. Sin olvidar, las historias, leyendas, anécdotas, a modo de las crónicas culinarias cruzadas con historias de vida y la iconografía generada.